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Por Katia Stephanie Ibáñez Del Rivero.
Fotos cortesía de Mactzin Gerling.
Me he resistido a escribir la parte final de esta crónica tanto como he podido. Mi querido editor seguro se jala los cabellos y la siguiente cana verde que le salga será mi culpa.
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Entre que no quiero aceptar que el Festival terminó y las grises realidades que me esperan fuera de la burbuja de colores que son los globos aerostáticos, me he negado todo lo que he podido a dar por terminado este ciclo.
Sin embargo, quizá en este momento de confusión social hace falta recordar que las cosas buenas no dejan de pasar, sin importar qué tan desolado se vea el panorama. Y creo que esto es particularmente cierto para México y los mexicanos. Nos hemos unido ante la adversidad en marchas que piden justicia y cambio. Sabemos que hay momentos para tomar las cosas en nuestras manos, con seriedad y responsabilidad.
Aún con la indignación de la “Casa Blanca” de Peña Nieto y las descaradas mentiras de su esposa, los mexicanos hemos logrado reírnos de ello y los memes no se hicieron esperar. El humor, la felicidad, ver el lado bueno, hacer de la adversidad un chiste, seguir adelante. Todas estas características tan mexicanas como el mole.
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Y es justo eso lo que se hizo presente el último día del Festival. La maravillosa sensación de “misión cumplida” con la melancolía que se sentía desde temprano contagió a todos los pilotos y tripulantes. Había risas, abrazos y una que otra lágrima contenida por doquier.
Para mí era un día particularmente emocionante por que era mi turno para volar en globo. Partimos antes del amanecer, armamos, preparamos, inflamos. Igual que los días anteriores. Pero cuando llegó el momento de despegar salté al interior de la canasta y antes de que me diera cuenta ya estábamos un metro sobre el suelo. La emoción me hizo saludar a los que miraban nuestro globo y me respondieron con sonrisas y dedos señalando hacia nosotros. Es increíble la sensación de libertad que se experimenta a pesar de estar confinado en una pequeña canasta. Se respira paz, armonía y por la razón que sea, parece que todo se ve más lindo desde arriba. Ese día el viento iba hacia la ciudad, contrario a lo que había sucedido los días anteriores. Estuvimos un buen rato sobre la presa mirando a los demás globos despegar. Bajamos hasta tocar el agua con la canasta y continuamos nuestro vuelo. Viajábamos a una velocidad de 14 kilómetros por hora aproximadamente, pero en realidad se siente como si el mundo de deslizara lenta y suavemente a nuestros pies. Seguimos avanzando hasta cruzar la mitad de la ciudad y llegó el momento de buscar un sitio de aterrizaje. Nuestro piloto, Dan, eligió un terreno con arbustos bajos y de fácil acceso.
En cuanto bajamos nuestra tripulación estaba entrando al terreno. La gente empezó a acercarse y varios ayudaron a mover la canasta al punto ideal. Por ser el último día había que quemar todo el combustible restante, así que Dan me pidió organizar a la gente para hacer mini viajes. Con el globo amarrado a la camioneta, subía gente al globo, se elevaba unos minutos y bajaba nuevamente para que otros tuvieran la misma oportunidad. La fila se hizo enorme y explicamos que quizá no todos podrían subir, ya que no sabíamos cuanto más duraría el combustible. Subimos niños, adultos, familias, hermanos. Todo mundo estaba muy emocionado.
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Dicen por ahí que lo único que se necesita para ser niño es no perder la capacidad de asombro. Niños y adultos se subían con emoción y un poco de nerviosismo, y bajaban con enormes sonrisas y muy emocionados. Perdí la cuenta de cuántos logramos subir al globo. Pero estoy segura que todos ellos fueron conscientes de que habían experimentado algo único gracias a la auténtica generosidad del piloto. Quiero pensar que todas esas personas se fueron con un buen ánimo y que durante el día replicaron y multiplicaron esta generosidad. Quiero pensar que hicieron algo amable por otros. Y creo profundamente que cosas como esta, generosidad multiplicándose por doquier, son las que cambian al mundo.
Cuando finalmente se acabó el combustible, después de aproximadamente doce o quince mini viajes, la gente nos aplaudió por nuestras ganas y todos, aún los que no habían alcanzado a subir, se quedaron para ayudar a desinflar y doblar el globo. Una de las personas que tuvo la oportunidad de subirse al globo tenía cara de preocupación. Cuándo pregunté qué estaba mal me dijo que había perdido las llaves de su auto. Entre todos los presentes no pusimos a buscar las llaves. En dos minutos ya las habíamos encontrado. Es increíble ver cómo las acciones sinceras y desinteresadas se multiplican y parece que cobraran vida.
Fue evidente el efecto que tuvo el buen gesto de Dan en la gente. Y creo que quizá ese fue mi mejor momento dentro de toda esta experiencia. Al iniciar esta serie de artículos no sabía como escribir de algo tan “banal” como un Festival Internacional del Globo con todo lo que al mismo tiempo estaba sucediendo en el país. Pero ver cómo las acciones amables, desinteresadas y por el bien de otros se van fortaleciendo y multiplicando poco a poco, fue sin duda mi momento favorito. Esto es lo que México y su gente necesitan. Además de marchas, quejas y protestas que apoyo al cien, también es necesario mirar a los lados y buscar ser amable y cortés con quienes nos rodean. No sabemos los alcances que nuestras buenas acciones pueden tener, sospecho que más de lo que nos imaginamos.
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Otros globos aterrizaron en el mismo terreno que nosotros. Me sorprendió de manera poco grata, que de todos los globos que aterrizaron en el mismo campo, Dan fue el único que invirtió su tiempo en compartirlo con otros.
El resto de los globos empacaron y quemaron el resto de su combustible en donde no le hizo ningún bien a nadie. Y aunque me queda claro que no estaban obligados, me conmovió el esfuerzo de Dan por compartir un poco de su pasión con otros. Su gentileza y calidez me parecieron extraordinarias, no sólo en ese momento, sino durante los cuatro días que convivimos. Tuve al mejor piloto del Festival, estoy segura.
Al regresar al Centro de Operaciones comimos abundantemente entre risas y abrazos. Fueron pocos días los que compartimos, pero profundos. Desde el inicio todos tuvimos claro que el vínculo no terminaba con el Festival, así que intercambiamos teléfonos, direcciones e invitaciones abiertas y permanentes para visitarnos unos a otros.
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Debo confesar que si lloré un poquito. No es mucho que presumir, pues un buen comercial me saca una que otra lágrima, pero realmente voy a extrañar a ese par. Ni siquiera habían despegado y ya teníamos una larga lista de notificaciones de ambos lados.
Cuando llegué a casa el cansancio pudo más que yo. Dormí toda la tarde y toda la noche. A las cinco de la mañana abrí los ojos. Me tomó unos minutos darme cuenta de que ya no había Festival y que podía dormir un rato más. Hice una nota mental para ir por el Melate. Si me lo saco olvídense de las vacaciones por un año, me compro un globo aerostático.
La vida poco a poco volvió a la normalidad. Las horas de sueño regresaron sus hábitos usuales y hoy sólo quedan las fotos y el recuerdo para mostrar a los demás. Sin embargo, por dentro, siento que todo es distinto. Conocí gente increíble que sin saberlo me recordó lo poderosa que es la amabilidad. Vi el mundo desde los cielos. Trabajé y me esforcé por formar parte de algo más grande que yo. Tuve el apoyo de gente querida y amigos que siempre me ofrecieron una sonrisa. Fue una de las mejores aventuras en las que he elegido participar.
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Y no puedo dejar de pensar que pude volar en un globo gracias a que hace 300 años a un francés loco se le ocurrió que podría ser posible. Hoy hay miles de locos en las calles pensando que pueden hacer posible lo imposible. Hoy hay miles de locos en las calles que me demuestran que la unión que yo creía extinta, prevalece. Hoy hay miles de locos en las calles buscando formas de convertir su país en un mejor lugar. Bendita la locura que nos ha traído hasta aquí.
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