Por Lucía Campos.
Cuando comencé a involucrarme activamente en el mundo del cine, apenas tenía 15 años y un entusiasmo tremendo por aprender y conocerlo todo.
Mi papá trabajaba en Cinematográfica Calderón, la casa productora encargada de realizar las películas del increíble luchador El Santo. Un día me pidió acompañarlo a su trabajo, que en ese momento consistía en llevar las latas de películas que Francia había comprado a una empresa que se especializaba en digitalizarlas y limpiarlas, es decir darles mantenimiento, quitar el polvo y los drops o marcas que se hacen en el negativo por el tiempo que lleva guardado para que así se vea en cualquier parte del mundo como nueva.
Al llegar a Larsa Studios (ese era el nombre de la empresa encargada) el mundo del cine se reveló ante mis ojos, ahí se hacía doblaje, producción, postproducción, entre muchas otras cosas.
El mismo día le dije a mí papá que quería ir ahí a aprender todos los días, y el dueño Miguel Larraguibel Jr. aceptó. Recuerdo perfecto su frase: «No le voy a cobrar, pero tampoco le voy a pagar, a menos que comience a agarrar proyectos después de aprender». Y fue así cómo comencé a ir todos los días, a meterme a cada una de las oficinas y departamentos que había. Yo era el juguete nuevo de la empresa, y todos se encargaban de enseñarme con una paciencia impresionante.
Un día Beto Arredondo, quien trabajaba en la sala de doblaje haciendo un trabajo artesanal con el sonido, me pidió bajar a su estudio porque quería presentarme a alguien. Recuerdo perfecto haber entrado a la sala y comenzar a platicar con él; sonó el timbre y la persona que llegó tardó unos minutos en entrar en donde estábamos Beto y yo. La puerta de entrada al estudio estaba al lado de un ventanal, así que al voltear lo único que vi fue la silueta de un señor alto, delgado y con sombrero sosteniéndose del brazo de alguien.
Ambos entraron a la sala y fue entonces que pude verlos mejor. Beto les dijo: «les presento a Lucy, Lucy ellos son Don Mario Almada y su hijo Marco». Les di a ambos la mano y Don Mario me preguntó qué hacía ahí siendo tan chica, entonces le conté de mi repentino y pronto enamoramiento al haber entrado a esa empresa. Se rió de mí y me dijo que ese amor no se comparaba al estar en un set, y fue entonces que comenzó a contarme de sus producciones, cómo conseguían cada elemento y toda la disciplina que requería levantar una película, en especial las que él hacía que se sostenían con un presupuesto muy limitado.
Me contó cómo Marco había crecido en sets así como él y lo complejo que había sido estar al pendiente de sus hijos y trabajando, pero que al final lo había valido todo. Me habló de su amor a esta industria y cómo se le habían ocurrido casi todas las historias; decía que al momento de escribir la clave era la valentía en los seres humanos, por eso ese era el tema principal en cada una de sus películas, «mis personajes sufren, pero no conocen la derrota», me dijo, usa el miedo porque es un instrumento muy poderoso, el no querer fracasar te vuelve necio, eso sí nada puede funcionar sin pasión, «sin ella no somos nada».
Me habló de su vida en Sonora y Guadalajara, también de algunas cosas que veía en el Cabaret Señorial que era de su papá, pero esas son otras historias.
Me habló de la actuación y la pureza de la producción, me aconsejó siempre cuidar mi dinero, pero soltarlo cuando fuera necesario, y me dijo qué se siente sostener 8 Diosas de Plata: «muy incómodo, pesan mucho y no las puedes sostener bien, pero las cargue mija y mi corazón latió cómo pocas veces».
Mencionó que su carrera había estado llena de obstáculos, y varias veces se enfrentó al fracaso: «Nos obligaron a buscar nuevos caminos para el cine, a quienes nos dijeron que no se podía yo les digo ‘¿no que no?’; es la necedad por hacer lo que te gusta, pues».
Hablamos por más de dos horas, tuvo una paciencia extraordinaria para saciar mi curiosidad y se rió conmigo. Beto nos tuvo que interrumpir ya que tenían que trabajar en la película que don Mario había llevado a mantenimiento y comencé a agradecerle por el tiempo que le regaló; me tomó la mano y me dijo:
– ¿Cuántos días llevas aquí?
– Es mi primera semana.
– Entonces yo soy tu padrino, mija te auguro un éxito arrollador, la vas a hacer, porque en ti veo pasión. Nos vamos a ver más adelante y me vas a contar cómo es que tu camino siguió, porque ya empezaste a recorrerlo.
A partir de ahí lo vi durante varios años y siempre se tomaba el tiempo de platicar conmigo, llegaba con una increíble sonrisa y me preguntaba cómo iba mi andar.
Cambié de trabajo y dejé de verlo tan seguido, de pronto me encontraba a Marco y siempre le preguntaba por su papá. Varios años después, al enterarme de su muerte lo lloré.
Reconozco que su tipo de cine no era el que yo prefería, pero es cierto que en México es un ícono, que levantó e hizo su propia industria, se atrevió a ser distinto y rompió sus propios esquemas, lo condujo la pasión y fue inquebrantable; Don Mario Almada me enseñó a escuchar mi pasión, a usarla para darme ventaja y que se convirtiera en mi instrumento: me exigió tener audacia para encontrar nuevas aventuras.
Con su muerte sólo me quedó el recuerdo de un padrino increíble y un cúmulo de grandes lecciones que me sigo recordando día a día; he de confesar que de vez en cuando le sigo contando al viento cómo va mi andar.
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