Por Paty Caratozzolo.
«Shadows and fog», de 1992, es quizás una de las películas menos conocidas de Woody Allen y sin embargo representa el más hermoso homenaje al movimiento expresionista alemán de los años 20’s y 30’s.
«Shadows and fog» fue grabada en blanco y negro para resaltar la atmósfera de sombras, niebla y siluetas amenazantes de las películas de F.W. Murnau o de Fritz Lang. En el mejor estilo de «Nosferatu» (1922) o de «El gabinete del Dr. Caligari» (1927) podemos comprobar que no le falta nada: las calles misteriosas con la iluminación mortecina, la atmósfera agobiante, los picos oscuros de sombras en las esquinas, el asesino misterioso que se oculta en la niebla y, por supuesto, la gente estrangulada que no deja de aparecer por doquier. En ese sentido incluso se parece a «El inquilino» (1927) de Alfred Hitchcock, que no en vano tenía de subtítulo “una historia de la niebla…”. Allen le agrega, como no podía ser de otra forma, todos los escenarios y personajes que luego serán una constante en sus películas: el tragicómico circo, el patético burdel, la ridícula estación de policía, las filosóficas conversaciones entre el cura y el médico, las reuniones secretísimas del grupo de sabios del pueblo, en fin, una verdadera orquesta de personalidades con una lista increíble de intérpretes: John Malkovich, William Macy, Jodie Foster, Mia Farrow, Kathy Bates, el propio Woody Allen y hasta Madonna.
La banda sonora, del mismo modo, debía ser oscura, densa y misteriosa. Woody Allen confesó que, incluso ya terminada la película, trabajó un tiempo considerando la música de Edvard Grieg, emulando a Fritz Lang que había usado la suite de «Peer Gynt» para «M, el vampiro de Düsseldorf» (1931) donde también había un asesino serial que atacaba ocultándose en la niebla de Berlín. Grieg hubiera estado muy bien ciertamente, pero Allen no es simplemente bueno, es genial, y se ve que de repente, en uno de esos momentos de inspiración, descubríó la música de Kurt Weill y ya no pudo volver atrás. La historia estaba situada en una ciudad sin nombre, pero con la música de Weill quedó instalada en el imaginario berlinés para siempre.
Las canciones de las óperas de Kurt Weill con letras de Bertolt Brecht no son para principiantes: especialmente «La ópera de los tres centavos» tiene una música muy difícil de entender, vanguardista y sincrética. Allen se saltó todas las bardas al incorporarlas a la película, pero como lo hace siempre, a lo grande.
¿La mejor canción? La que se escucha al final cuando Irma y Max en lugar de despedirse se convierten en asistentes del mago y en un acto de magia inesperado son desaparecidos de la faz de la tierra en un final apoteósico. La canción es nada menos que «Die Moritat von Mackie Messer» («La muerte de Mackie Navaja»). Qué oportuna inclusión, Moritat es ya un clásico con todo tipo de interpretaciones, incluso la versión más tropicalizada: el famosísimo Pedro Navaja. Y ya se sabe que quién a hierro mata… a hierro termina.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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