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El olvidado placer de las cartas

Columnistainvitado
Por Paty Caratozzolo.

Existe un arte tan antiguo como la humanidad que ha hecho libres a los oprimidos, que ha dado alas a los prisioneros, que ha unido a los amantes separados, que ha llevado consuelo a los que sufren, un arte que puede darnos vuelta como si fuéramos un calcetín dejando nuestro cuerpo adentro y nuestra alma afuera… sin embargo es un arte en vías de extinción: el arte de escribir cartas a mano, escribir cartas de puño y letra.

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Cartas de amor, cartas de consuelo, cartas largas como si fueran capítulos de un diario, cartas breves suplicantes, cartas pidiendo favores, cartas agradeciéndolos, cartas que llegaron justo a tiempo, cartas que se perdieron, cartas que anunciaban desgracias, cartas que salvaron vidas o cartas que condenaron para siempre.

Una clase muy especial de carta, era la carta de amor y más especial aún la carta de un amor clandestino porque hacía que la carta también lo fuera; debía enviarse en secreto. Era una carta pequeña, temblorosa, que viajaba de incógnito. Me la imagino intensa, desesperada como un grito ahogado, una carta húmeda como de ojos inundados, una carta de aliento entrecortado, de perfil furtivo, de palabras apretadas como si estuvieran en un puño, una carta con pulso acelerado, jadeante.

Así es la carta que escribe Tatiana para Eugene Onegin. Ella leía novelas de amor y soñaba con la llegada de su hombre. Una tarde Onegin aparece de la nada y ella en su inocencia enferma de amor y entre la fiebre y la angustia le escribe esa misma noche:

“…si por mi desdichado dolor sientes
una sola gota de piedad,
no me abandonarás.
Te me apareciste en sueños,
aunque aún no te había visto, ya te amaba.
Apenas llegaste te reconocí al instante,
me asombré, me consumí en llamas…”

 

 

 

 

El arte representa la vida y muchos artistas representaron la eterna emoción de leer una carta. Entre todos, elijo dos cuyas vidas estuvieron separadas por poco más de un siglo: el francés Émile Lévy con su «Carta de amor» (segunda imagen) de 1872 y el escocés Jack Vettriano con «La carta» de 1996 (imagen de portada).

En ambos cuadros una hermosa y joven mujer lee una carta recostada en el sofá de su casa. Es de noche, están solas. Podemos imaginarnos por sus elegantes vestidos que acaban de volver de una fiesta. La una se ha abalanzado desesperadamente, ha tirado el abanico para romper el sobre y lee con gesto serio apretando las hojas a un palmo de su cara. La otra ya la ha leído, la sostiene despreocupadamente en su derecha, ha tenido tiempo de encender un cigarro y con los ojos cerrados siente que le han contado exactamente lo que quería escuchar.

Hubo quien las escribía como Tatiana y hubo quien las leía, como las anónimas mujeres del sofá. Y la historia estuvo llena de cartas, pero ya no, porque ya nadie parece extrañar ese momento tan íntimo y sensual que era sostener el papel entre las manos, guardarlo bajo la almohada, leerlo y releerlo hasta saberlo de memoria, leerlo hasta que las palabras dejaban de ser sueños para volverse deseo.

IMG_5743Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!

 

 

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One Comment

  1. León de la Coruña.
    24 octubre, 2015

    Muy bueno el artículo!

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