Por Paty Caratozzolo.
Gian Lorenzo Bernini nació en Nápoles en 1598 y murió en Roma ochenta y dos años después. Su larga, intensa y apasionada vida tiene prácticamente todos los ingredientes para convertirse en una novela medieval: intrigas entre cardenales, celos irrefrenables, sangrientas peleas entre hermanos, venganzas brutales, influencias en el Vaticano, esculturas heréticas. Tanto así que el propio Simon Schama le dedica todo un capítulo de su documental «El poder del arte» y no deja de contar los más inconfesables (y sabrosos) pecados del genial artista.
Bernini era un hombre que generaba una atracción enfermiza entre mujeres y hombres, y su genialidad lo salvó de morir joven, víctima de los mismos sentimientos que provocaba. Es paradójico que la intensidad física y la pasión que regía su vida llegue a nosotros inalterable, cuatrocientos años después, a través de la blanca y fría superficie del mármol de sus obras. El mármol que en las manos de ese alquimista se transformó en fuego, viento, hojas, árboles, piel, cabello, y carne… mucha carne.
La historia del martirio de San Lorenzo, que fue quemado vivo amarrado a una parrilla, debe haber impresionado mucho al joven Bernini porque a los 16 años esculpió su famosa obra del santo recostado. La cabeza echada hacia atrás, el hombro izquierdo que se apoya sobre la parrilla, las llamas que asoman entre los hierros y llegan a sus manos amarradas a cada lado, el estremecimiento y el dolor de los músculos contraídos de sus brazos: pareciera que hasta se siente el olor a carne quemada que dicen se transformó en perfume aromático. Esa transfiguración, aunque no me explico cómo, está también en la obra: por un lado el dolor de la carne quemada y por el otro la dulzura de la mirada extática de gozo.
Más de sesenta años de vida artística produjeron un legado impresionante: el cuerpo retorcido de la aterrada Dafne entre los brazos desesperados de Apolo, las infames manos de Plutón mancillando los muslos de la inocente Proserpina. Y otras tantas obras que perpetúan la gloria del irascible y herético Bernini. Pero sin embargo hay una que es su obra maestra, su verdadero legado inmortal: Santa Teresa de Ávila.
Santa Teresa está en éxtasis. Su cabeza inclinada hacia atrás, sus labios anhelantes, sus grandes ojos abiertos. La escultura es un intermedio dramático entre el misterio y la indecencia: el cuerpo de una santa está a punto de ser penetrado por una flecha, la mujer jadea y en el momento sublime levita. El ángel está a punto de clavarle otra flecha y con la mano libre le jala el hábito como si quisiera descubrirle el pecho.
No sabemos qué estaba pensando Bernini cuando representó a la Santa en esa unión mística, pero la idea del dulcísimo suspiro del amor era un tema recurrente en la época. Giulio Caccini, contemporáneo de Bernini, cantante e instrumentista de la Familia Medici en Florencia, lo describió exactamente igual en su «Dolcissimo sospiro». Claro que él se refería al amor terrenal.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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