Menetekel, la escritura en la pared

Por Paty Caratozzolo.

«Mene Mene Tekel Upharsin:
Dios contó tu reino, y le ha puesto fin.
Has sido pesado en la balanza, y fuiste hallado en deuda.
Tu reino ha sido roto y entregado a tus enemigos»,
Daniel 5:26-28.

William Walton era en 1936 el principal compositor inglés y estaba trabajando en la creación de la marcha «Corona Imperial» para la supuesta coronación de Eduardo VIII. Apenas unos años antes había escrito su oratorio «El festín de Baltazar», hito de la música inglesa. El texto del oratorio no es de Walton sino que pertenece al quinto libro del profeta Daniel, donde relata el episodio de «La escritura en la pared», también llamado Menetekel. La historia cuenta que el rey Baltazar de Babilonia profanó las copas de oro y plata del pueblo judío bebiendo de ellas durante un banquete. Fue entonces que apareció una mano sin cuerpo que escribió la famosa frase «Mene, mene, tequel, ufarsin». Esa misma noche Baltazar murió y se produjo la caída de Babilonia.

A partir de entonces Menetekel es una premonición por la cual alguien está destinado a sufrir una catástrofe inevitable e inminente.

«El festín de Baltazar» (circa 1638), de Rembrandt.

Alfred Hitchcock tenía casi la misma edad que Walton y sus vidas y logros corrían en forma paralela, en 1936 tenía más de treinta películas en su haber, había estrenado un año antes la exitosísima «Los treinta y nueve escalones» y estaba trabajando en la filmación de «Sabotage», basada en una novela de Joseph Conrad.

La abdicación de Eduardo VIII afectó de formas diametralmente opuestas a Walton y a Hitchcock; el primero pudo lucir su marcha de coronación para Jorge VI, pero la película de Hitchcock no hizo más que sumar otro escándalo al ya generalizado y sólo por una escena, que por otro lado era fiel al texto original. Se trataba de la explosión de una bomba con la muerte de un niño inocente.

«Cometí un error al incluir la escena original de Conrad y hacer que el niño llevara la bomba. Un personaje que sin saberlo lleva una bomba despierta un gran suspenso en la audiencia… y si uno lleva progresivamente a la audiencia hasta ese punto, la explosión resulta extrañamente opuesta al clímax», comentó Hitchcock unos años después.

«El festín de Baltazar» (1931), de William Walton.

La muerte del niño violó la regla principal acerca de qué héroe positivo puede convertirse en víctima: sólo puede morir si su muerte es un sacrificio necesario para un fin. Sin embargo la muerte del niño de «Sabotage» no procura ninguna absolución y resulta una pérdida irreparable.

Víctima y verdugo en un fotograma de «Sabotage» (1936), de Hitchcock.

La audiencia necesita alivio pero su expectativa es defraudada precisamente porque no sucede lo esperado: no hay salvación de último momento, sólo suspenso sin absolución. Resulta que la catástrofe siempre sí sucede y Hitchcock provoca su propio efecto Menetekel: el espectador se enfrenta a una destrucción absurda, totalmente implicado con su deseo y capturado en una trampa que lo deja lleno de angustia. Y no es la pecadora Babilonia la que cae.

Imagen de portada: Oskar Homolka en un fotograma de la película «Sabotage» (1936), de Alfred Hitchcock.

Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!