Las naciones asiáticas se han convertido en uno de los puntos de atención a nivel mundial, ya sea por su alto nivel tecnológico, su crecimiento económico, sus marcas que conquistan a todos los mercados del planeta y cuando se requiere, mandan señales de honestidad, justicia y honorabilidad que deberían ser ejemplo para algunas sociedades occidentales.
En este caso, se trata de la detención de Lee Jae-yong, el heredero del imperio Samsung y miembro de una de las familias más poderosas de Corea del Sur.
El hombre fuerte de Samsung está acusado entre otras cosas, de la obstrucción a la justicia y de violar la ley que regula las transferencias de activos al extranjero, así como de tráfico de influencias, sobornos y actos de corrupción.
En su contra pesa la sospecha de que Lee Jae-yong y la gente allegada a las primeras planas de este gigante mundial de la tecnología, «donaron» unos 35 millones de euros a fundaciones de Choi Soon-si, «conocida como la Rasputina surcoreana por ser confidente de la anterior presidenta Park Geun-hye» –señaló el diario El País–, quien enfrenta un juicio político en su contra por estos hechos.
En México a este tipo de actos se le denominan «cacería de brujas», «venganza política», «acusaciones difamatorias de la oposición» y un sinfín de frases que se han convertido en la jerga de la justicia mexicana, cuando involucran a los altos niveles de la clase dominante.
En Corea, el caso de Lee Jae-yong y Park Geun-hye está considerado no solo como el peor escándalo político de las últimas décadas, sino de los últimos siglos.
En México llevamos las últimas décadas esperando que se castiguen estos actos. Y como bien lo definen cuando aseguran que son solo movimientos que conllevan una «venganza política», los poquísimos casos donde se ha sentenciado a políticos o allegados al poder por acusaciones parecidas se han convertido en la excepción de la regla.
Ahora mismo tenemos el caso de Javier Duarte, quien está prófugo de la justicia y quien es acusado de fraudes millonarios durante su gestión como gobernador de Veracruz, además de crear una red de empresas fantasmas y de asociaciones con el crimen organizado para desaparecer recursos públicos de manera «mágica».
En los países desarrollados asiáticos, la justicia está marcada también por una carga moral y ética que se sobrepone a cualquier castigo legal que pudieran derivarse de los actos delictivos.
Es decir, para las sociedades asiáticas, incluso pesa más caer en la desdicha social que en la cárcel.
La responsabilidad de sus actos está intrínsecamente relacionada a un alto sistema de valores que hacen que si una persona comete algún delito, error o acto indebido, la sola vergüenza de ser acusado públicamente es una de las peores sentencias con la que deben de vivir el resto de sus vidas.
Acá, podrá haber miles de acusaciones y pruebas en contra de un alto funcionario, empresario o político, y pocas cosas se materializan en sentencias judiciales.
Pero peor aún, no pasa absolutamente nada con la reputación, el «respeto» o el rechazo social.
Ellos siguen siendo los poderosos, los intocables y los que con cara de palos y discursos conmovedores «sufren» por ser señalados con comentarios llenos de malicia, se indignan que pongan su «honestidad» a prueba y aseguran que ellos serían incapaces de hacer algo tan «malévolo» como eso.
Sin embargo su fortuna sigue siendo sospechosa, su actuar sigue siendo el mismo de aquellos que aseguraron, y siguen afirmando que «un político pobre es un pobre político» y amasan cantidades inauditas de dinero.
¿Será un problema de justicia, de moral o de corrupción? Parece que todo está enredado, que no hay forma de salir de esto y que seguiremos viendo como los políticos venden su alma al diablo –llámese narcotráfico, crimen organizado, mafias del poder o tribus partidistas– para tener un poco de poder que los haga intocables y los ponga en la mina de oro que representan los cargos de elección popular o en los altos puestos del gobierno.
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