Por Paty Caratozzolo.
«Tango que me hiciste mal y que, sin embargo quiero, porque sos el mensajero del alma del arrabal; no sé qué encanto fatal tiene tu nota sentida, que la mistonga guarida del corazón se me ensancha, como pidiéndole cancha al dolor que hay en mi vida.» «Apología del tango», poema de Enrique Maroni.
Todo el mundo conoce el tango y tiene una imagen grabada en la retina de la pareja bailando: él con traje oscuro y sombrero, ella con falda corta y medias de red. Pero el tango no es sólo baile pero sí es siempre poesía viva.
El tango es naturalmente argentino, o por lo menos lo es naturalmente en el imaginario colectivo, para desgracia de la hermana República del Uruguay -que quedó eclipsada para siempre- por más acta de nacimiento autenticada de Carlos Gardel que saquen a relucir periódicamente.
Carlos Gardel con marco fileteado (arte popular Patrimonio Cultural de la Humanidad).
Porque ¿qué es el tango al fin y al cabo? No se puede explicar porque pierde el chiste, se siente o no se siente, no puedes ponerle un documento y decir es esto y es de aquí. El tango es la forma que tomó toda la vastedad, la melancolía y el sentido trágico de la vida para aquellos que tuvieron que sobrevivir a principios del siglo XX en el mismísimo cono sur, más de este lado que de aquel del impetuoso Río de la Plata.
El tango fermenta originalmente en una zona bien precisa de Buenos Aires, y se hace carne en el habitante del puerto, inmigrante pobre y nostálgico que llega para hacerse la américa y descubre su propia infinita soledad y vulnerabilidad. Es ese hombre que vive en un mísero cuchitril, que trabaja de sol a sol por un salario de hambre codo con codo con otros hombres que hablan diferente y que también están solos. Y entonces el tango se hace lunfardo, ese dialecto porteño, idioma escaso que surge en los bajos fondos del más bajo mundo; en las cárceles, y que hace metástasis entre la pobreza y el olvido. A las palabras inventadas para burlar la ley se suman las palabras transformadas del genovés, del piamontés, del siciliano, hasta del francés, y en ese ambiente de babel porteña es que se dice: sólo hablando mal nos entendemos bien.
«La cumparsita» (1924), con música de Gerardo Matos.
A esa mescolanza hubo que agregar otro fenómeno, que incluso llamó la atención de Alfonso Reyes: el de dar vuelta las palabras. Así país se convirtió en ispa, mujer en jermu, calle en lleca y cómo no, ¡tango en gotán! Hablar al revés fue una especie de reacción patológica de odio de clases y de rebelión de los arrabales para burlarse de aquellos que hablaban pomposamente y se creían en la capital más austral de Europa.
El tango nace así miserable, crece despreciado y clandestino y termina haciéndose leyenda de lo exótico, en Finlandia o en Japón… pero esa ya es otra historia.
Portada: Fotograma de «¿Bailamos?» (2004), con Jennifer López y Richard Gere.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar “Feeling good” como la Simone o de perdida “Let’s do it” como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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