Por Regina Franco.
Una cuerda colgada a su cuello. Sudor en la frente. Aliento alcohólico.
Un trago extra de whiskey; otro más y jala la cuerda.
La última risa que se escuchó ese día fue desde el baño de su cuarto. Era una noche calurosa de junio; de esas en las que hace tanto calor que se duerme con la ventana del dormitorio abierta.
Una carcajada ensordecedora despidiéndose del mundo se escuchó por todas las casas.
La pequeña Isabel acostada en su cama no podía dormir por el clima. Al escuchar el grito corrió a la habitación de sus padres por el miedo que le causó.
«¿Sería el coco amenazando por secuestrarme?»
Dos amantes hacían el amor con la ventana abierta para sentir la brisa de verano en sus cuerpos desnudos y sudados. El primer grito lo ignoraron; pero el segundo causó un coitus interruptus que hizo que ella se asomara por la ventana.
«¿Todo está bien, guapa?»
«Sí.»
Así prosiguieron su danza nocturna.
El perro lobo de un criador de huskies aulló. Todos los perros de Ciudad de México se unieron al canto del réquiem. Y la luna se reflejaba sobre la silueta de los gatos en luto que observaban desde las azoteas de las casas y edificios.
El son fúnebre despertó a los frailes de las iglesias; los cuales empezaron a sonar las campanas de las iglesias.
En unos minutos; era evidente que algo estaba pasando en la ciudad. La gente apagó los teléfonos, las televisiones y salieron a las calles. Todos lloraron y se abrazaron. Los extraños se saludaban, los conocidos se echaban ánimos.
La ciudad era un gran funeral a aquel grito mórbido que resonó por todas la calles. Al día siguiente se encontró el cadáver del comediante muerto; el cual aún sonreía.
Foto: Pablo Pastor.
Leave a comment
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.