Quebrando espíritus.
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Quebrando espíritus

  • Por Aranzazú Martínez Galeana.

    Hay un punto donde las noticias sobre la ola de violencia que existe en nuestro país en lugar de impactarnos, como lo hacían al principio, nos vuelven impermeables a la realidad que existe más allá de nuestro mundo. Cifras y estadísticas sobre crímenes cada vez más despiadados y sanguinarios, fotografías de personas torturadas o encabezados en diarios amarillistas (y los que no lo son tanto) se vuelven parte de una realidad que en lugar de hacernos cuestionar, por momentos damos por predestinada y por ende, fatídica. Sin embargo, cuando la víctima en cuestión es una persona cercana a nosotros, las cosas cambian. Es aquí cuando todo lo anterior cobra un sentido distinto y con mayores matices de los que podríamos pensar inicialmente; es aquí también cuando nos damos cuenta de qué tan cruel y despiadada es la violencia, y en muchos casos (como el que les comentaré), lo francamente insultante que es el cinismo por parte del Estado.

    Quebrando espíritus.

    Quebrando espíritus.

    Hace unos días me levanté y, como buena dependiente del celular, lo primero que hice fue revisar mis correos y las redes sociales; aún medio dormida revisé las últimas publicaciones de unos amigos. Cuál sería mi sorpresa al leer que una amiga sumamente estimada había sido víctima de abuso policial. No dio muchos detalles sobre el incidente, pero recalcó que nunca se había sentido tan humillada y vulnerable; en oraciones, que por ratos parecían inconexas, enlistaba algunos de los daños físicos que había sufrido; una abertura en la ceja era el mínimo llegando a un par de dedos rotos. Al terminar de leerlo reinó en mi una mezcla de impotencia e ira, pero también de una profunda tristeza porque mi amiga es una mujer increíble (de esas que tienen espíritu para dar y compartir); sólo pude atinar a pensar: ¿y si se lo quebraron?, ¿y si pierde la fe?, ¿por qué ella?

    Hablé con ella después, estaba más tranquila que cuando escribió aquellas frases de rabia. La escuché muy serena, quiero pensar que porque le marqué de madrugada y no porque algo dentro de ella estuviera roto para siempre o porque la resignación nocturna le hubiera susurrado que “esas cosas pasan” y “que al menos no le pasó nada más”. En mensajes posteriores me dijo que las cosas en su ciudad, Torreón, estaban muy pesadas. ¿Cómo aligerarlas? ¿Cómo hacerlas mejor? Honestamente no pregunté detalles del evento y no tengo con claridad el desarrollo de los hechos (por aquellos que eventualmente justifican el uso y abuso de la violencia por parte de la policía y/o fuerzas armadas), pero algo me quedó claro: si quienes nos deberían de proteger no lo hacen… ¿qué nos queda? ¿Desde cuándo nuestro protector es verdugo y victimario? ¿El miedo es el nuevo credo que se debe de practicar? ¿A quién me puedo encomendar entonces?

    La violencia en nuestro país ha dejado miles de víctimas, ya sea por la ingenua estrategia de seguridad que dejó el «calderonismo», o por diversos factores que la provocan y agudizan; sin embargo la violencia duele igual y las víctimas se siguen sumando. Las propuestas, pactos y demás discursos vacíos han llenado los medios de comunicación para buscar maquillar una verdad que es ineludible: México está herido. No sé que tan letal sea la herida, pero si sé que al menos a mi, me duele mucho. Y no, no es cliché. Esta vez no puse números para probar tal o cual situación, sólo tengo presente la imagen de mi amiga y el saberla mal no me ha dejado de perseguir. ¿Cómo cazar esos fantasmas? ¿Ideas?

     

     

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