Por Enrique Figueroa Anaya y Katia Stephanie Ibáñez Del Rivero.
Resulta inimaginable que por un momento la ciudad de México se silenciara. Una sacudida terrestre callaría por un momento el ruido de una urbe de las proporciones del Distrito Federal. El terremoto del 19 de septiembre de 1985 queda marcado como una herida profunda en una ciudad que jamás debería de olvidarle.
Y de repente todo fue silencio
Gabriel tenía 10 años cuando sucedió el terremoto la mañana del 19 de septiembre de 1985. Vivía sobre calzada de Tlalpan a la altura del cruce con el Viaducto Miguel Alemán.
Lo primero que recuerda es que era una mañana común, justo antes de partir al colegio, cuando el edificio donde vivía se empezó a mover. A pesar de que los movimientos sísmicos son comunes en la ciudad; el de aquella mañana fue sin duda distinto y así lo sintió el pequeño Gabriel.
Sin pensarlo dos veces sus papás, aún en la recámara, lo sacaron a él y a sus hermanos del edificio. Los muebles y cuadros del lugar se caían al tiempo que algunas de las paredes se cuarteaban. Al salir del edificio, en un terremoto que parecía durar horas, los gritos, cristales rotos y cables eléctricos arrancados agitaron el clima; después, en una ciudad tan poblada como la de México, todo fue silencio.
Gabriel recuerda que a los pocos minutos y en los días siguientes, las sirenas de policía y de ambulancia, llenaron el ambiente de una ciudad que despertó de manera abrupta frente a algo que no había vivido. Tras una pausa agradece la reacción de sus padres «pues muchos de mis vecinos se hincaron sin saber qué hacer. Así murió mucha gente, por no saber cómo reaccionar.»
La ciudad de México se había caído
Aquella mañana Raúl salió de su casa al cuarto para las siete. Se subió en un pesero y se bajó sobre avenida Insurgentes a la altura del World Trade Center; fue en ese momento cuando empezó a sentir que todo se movía. La gente salía corriendo de casas y edificios gritando, se caían los cables de luz, los anuncios, todo. Al terminar el sismo Raúl se subió a un camión, ya había dejado de temblar, y si bien recuerda de manera vaga el ruido de algunos edificios, nunca imaginó la magnitud del movimiento.
Conforme avanzaba su camión con rumbo al centro de la ciudad, escuchó ambulancias y patrullas. La gente corría y lloraba. A la altura de la colonia Roma se dio cuenta de la gravedad. «Había edificios, casas… Todo estaba en el suelo. El chofer del camión nos pidió que todos bajáramos», recuerda y prosigue, «nos dijo que ya no podíamos avanzar más. Que la ciudad de México se había caído.»
Raúl no llegó aquella mañana a su escuela; ésta se había caído. Algunos compañeros que habían logrado salir corrían sin rumbo; otros y algunos profesores habían quedado atrapados.
«Fueron aproximadamente 8 meses para que todo volviera a la normalidad.»
El peor fue el segundo temblor
Jorge salía un poco tarde de su casa aquella mañana del 19 de septiembre de 1985. Vivía junto a Enriqueta (su esposa) y sus suegros en un edificio sobre Zacatecas en la colonia Roma. Enrique, su futuro hijo, estaba aún en el vientre de ella. A las 7:19 horas empezó a temblar.
Al sentir Jorge que no se trataba de un temblor cualquiera, fue poco a poco al lado de Enriqueta y esperaron por unos segundos bajo el marco de una puerta. «Escuchaba un ruido extraño. Nos abrazamos y no supimos de qué se trataba. Tronaron unos vidrios y se cayeron algunas cosas. Al terminar decidí salir para ver qué había sucedido.» Al hacerlo, se encontró con las jaulas de tendederos del edificio de junto. El edificio de 10 pisos se había derrumbado. «Ese había sido el ruido.»
Después de una caminata al lado de su esposa por la colonia Roma, en silencio y sin poder expresar palabra alguna, los dos terminaron sentados en un Vips. Al regresar a casa, cercana la noche, volvió a temblar. «El peor fue el segundo. Después de haber visto que casi dos edificios por cuadra de la colonia se habían derrumbado, el factor psicológico fue catastrófico. Salimos de la casa y nos unimos a decenas de personas que se arremolinaron sobre Insurgentes. El ejército, que ya había salido a las calles, intentó calmar con altavoces a quienes huíamos. Era como si fuera Vietnam; zona de guerra.»
La vida para Jorge y su familia nunca fue la misma. Vendieron el edificio en la Roma y se cambiaron de ciudad. «Definitivamente ya nada fue lo mismo.»
No pasa nada hijo
Enoc se peinaba por la mañana para ir a la escuela. Su mamá preparaba el desayuno mientras su papá aún descansaba. «Nadie prestaba atención a la televisión.» De repente se escuchó un ruido, dejó de peinarse frente al espejo que se sacudía violentamente. Recuerda que los comentaristas estaban atónitos, aunque permanecieron tranquilos; después se perdió la señal. Se quedaron sin luz.
Para Enoc la experiencia había sido rara, nunca a sus tan solo siete años había experimentado algo así. Su papá, que ya se había levantado, probablemente con el mismo susto, le abrazó fuerte y le dijo: «No pasa nada hijo.»
La hermana de Enoc estudiaba la secundaria; ella junto a muchos alumnos más regresaron a sus casas. Las clases se suspendieron aproximadamente por un mes ya que varios edificios escolares sufrieron daños.
Recuerda también que la zona más devastada fue el Centro Histórico. Las avenidas estaban bloqueadas, si no es que se habían partido. A los quince días de lo ocurrido Enoc pasó por ahí: «Se podía sentir el olor a muerte.»
Inspiración paramédica
Como todos sabemos, era muy temprano cuando empezó el temblor. Óscar Alberto del Rivero Vargas tenía ya algunos años siendo paramédico con Escuadrón SOS y no lo pensó dos veces cuando salió de su casa uniformado y listo para ayudar. De poco sirvieron los gritos y ruegos de su mamá para detenerlo. Acabaron en bendiciones y buenos deseos.
Llegó a la central y se subió a una de las ambulancias. Él y su guardia fueron a la guardería de la SHCP, al Hotel Regis y al Hospital General donde trabajaron hombro con hombro con el personal para sacar bebés recién nacidos de entre los escombros. Óscar estaba sacando un bebé cuando una viga cayó sobre él y le dislocó el hombro. Saliendo del hospital su jefe lo obligó a regresar a su casa para cuidarse. En vez de eso, se fue a la central y pasó las siguientes 48 horas sólo con un vendaje y manejando el radio del Escuadrón distribuyendo la ayuda donde más se necesitaba.
Óscar Alberto del Rivero Vargas, tío de Katia Ibáñez del Rivero, inspiró a su sobrina a ser paramédico y todos los días le sigue inspirando a ser ese tipo de persona que ve por el bienestar de otros.
Todas las historias fueron recopiladas en entrevistas realizadas por los autores.
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