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Por Ana Escárcega.
Cuando los hermanos Auguste y Louis Lumière presentaron su prodigio el 28 de diciembre de 1895, en el salón Indien del Grand Café de París se habían reunido tan solo un puñado de personas. En un principio los asistentes estaban un tanto escépticos, pero es bien sabida ya por todos la anécdota que se cuenta del histórico momento en el que la imagen del tren se acercó a la pantalla y los espectadores asustados saltaron de sus asientos temiendo por sus vidas. Entre estos asistentes se encontraba un conocido ilusionista de circo e inventor: Georges Méliès.
Méliès de inmediato supo lo que tenía en frente; fue capaz de vislumbrar el futuro del invento con todas sus posibilidades, pero cuando se acercó a los Lumière para ofrecerles la compra del cinematógrafo, éstos se lo negaron argumentando que no le convenía comprar algo sin futuro y que no pasaría de ser una curiosidad de circo.
Los Lumière no tenían mala intención, ellos mismos no habían sido capaces de saber las consecuencias de lo que habían inventado y para ellos, en efecto, se trataba de no más que una novedad que pasaría de moda como lo habían hecho todos los juguetes ópticos previos a su invención. No es de sorprender que sus películas perdieran la atención del público con el paso de los años, los hermanos se limitaron a filmar momentos cotidianos de la vida en la ciudad, lo que terminó por aburrir.
Pero Méliès no se dio por vencido, estaba convencido de lo que podía hacer con el invento, por lo que viajó a Londres para conocer a Robert William Paul, quien había inventado un aparato muy parecido al cinematógrafo de los Lumière y se lo compró.
Fue así como el ilusionista comenzó a hacer sus propias películas. Al principio realizaba simples filmaciones de sus números de magia, hasta que accidentalmente descubrió el efecto que hoy conocemos como stop trick; la verdadera magia comenzó. Méliès experimentó con diversos trucos de cámara y con la cinta de celuloide, algunas de sus películas fueron incluso coloreadas a mano en un intento por hacer cine a color y se sabe que incluso llegó a experimentar para crear un efecto en 3D; ésto nos habla de la visión que tuvo Méliès del cine, de su gran proyección a futuro y de cómo, para él, se trataba de algo que revolucionaría la historia de la humanidad. Y no, no estaba equivocado.
Méliès se dedicó entonces a contar historias llenas de magia y efectos especiales, imágenes superpuestas y trucos de ilusionista que realizaba en un estudio con paredes de cristal que él mismo había ideado para aprovechar mejor la luz del sol; su pasado en el teatro y el circo le habían dejado la experiencia para la confección de trajes y escenografías gigantescas y la literatura le proveía de historias para contar. El cine se había convertido en la fábrica de sueños.
Con el inicio de la Primera Guerra Mundial, el público perdió temporalmente su interés por el cine y Méliès, ya quebrado puesto que el cine aún no figuraba como un negocio, simplemente desapareció junto con cientos de sus películas; actualmente se han encontrado algunas que figuraban en colecciones privadas, pero se calcula que el ilusionista realizó más de 500 películas, de las cuales se ha recuperado quizás la mitad.
Si bien existieron muchos pioneros del cine, no es tan arriesgado decir que ninguno de ellos tuvo la sensibilidad que tuvo Georges Méliès, ni su capacidad por hacer soñar a su público. Su obra sigue sorprendiendo a más de 100 años de existencia y podemos decir sin temor a equivocarnos que el cine mundial le debe mucho a este gran mago de circo.
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