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Más de una vez he pensado que hay un personaje tan desconocido, clave para lectores ávidos, que sin él no tendríamos una opinión certera (en el mejor de los casos) de la obra de moda en el estante de Sanborns. Estoy hablando del crítico literario, un oficio de “pantalla”.
Cuántas veces no hemos escuchado al “crítico literario” con sus lentes de armazón negro, su playerita con la leyenda “Keep Calm and read books”, de pantalones naranjas, mocasines azules y un perfecto par de calcetines rayados -naranja con azul- que hacen de su outfit el cliché “intelectual” del S. XXI, maldiciendo y tachando obras literarias por el simpe hecho de que a los señorcitos no les gustó.
El crítico literario ha sido un rol con el que con prejuicio e implicaciones económicas editoriales se ha manipulado a los lectores lo largo de los años. Hay muchísima crítica irresponsable y sin bases conceptuales profesionales; nos hemos olvidado de que el crítico literario es un “traductor de ideas”, no un juez vanidoso.
“El crítico debe o debería indicar al público cuáles son las auténticas obras literarias, debería apartarle de las groseras simulaciones. Más aún: le debería explicar, en lo posible, la índole y la fuerza de la intuición estética suscitada por cada obra” (Dámaso Alonso)” (Alaltorre, 2011).
La principal función de un crítico radica en su capacidad de comprensión; es decir, mientras más alto sea su entendimiento estilístico, histórico, social, temático (entre otros elementos) de una obra, él crítico literario tendrá la capacidad de transmitir las dimensiones significativas de un texto sin importar autor; un punto muy importante.
El crítico literario le debe todo su trabajo al lector, no al escritor con elogios y habladurías. Un verdadero crítico literario está al servicio de la literatura, no de la moda.
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