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El siguiente texto está basado en hechos reales.
Un día, en donde Tlaloc se hizo presente como pocas veces, me sucedió lo inaudito (o como dicen por ahí, «el colmo»). Manejando mi humilde transporte caí en un bache y se me ponchó la llanta. «Méndigo Mancera», me dije a mis adentros, «si un día de éstos te cacho». Mentalizado a cambiar una llanta en medio del desastre, me estacioné donde pude.
Afortunadamente la lluvia bajó, e infortunadamente mis herramientas del auto fracasaron. Con el clima a mi favor, logré detener a un taxista para que me prestara su herramienta (su llave, no sean mal pensados) y así poder cambiar la llanta. Al poco rato la lluvia arreció, y los dos, intentando cambiar el méndigo neumático, fallamos.
«Híjole joven, me cae que ‘el chamuco’ es el culpable de tanta mala suerte». «¿El chamuco?», pregunté. «Sí, el chamuco, ¿o a poco no se ha dado cuenta de que estamos en el Callejón del Diablo?» Y así, como quien dice «sacándome de onda», me fijé que esa estrecha y larga calle era precisamente el Callejón del Diablo. ¿Logré cambiar la llanta? Sí. ¿Regresé para conocer la historia de ese callejón? También.
Del callejón, que cruza desde Campaña hacia Mixcoac, me contaba un lugareño que se apareció «el chamuco», el Diablo. De acuerdo a algunas crónicas del lugar, según me platicó, algunos revolucionarios murieron colgados en ese lugar; otros relatos dan cuenta de otra leyenda en la que un criminal moriría en ese lugar mutilado por castigo del Diablo.
Entre que son peras o son manzanas, lo único que percibí al caminar por tan curioso callejón, fueron algunas pintas y la tranquilidad de un rincón citadino en el que a pesar de estar en medio del ruido de los autos y la gente, se percibe paz. Quizá, pensé, el que existan rincones así en una ciudad tan bulliciosa como la de México sea obra del Diablo, porque hay que vivir aquí para saber que aquello no es normal.
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