Por Paty Caratozzolo.
“El hundimiento del Titanic tuvo un efecto traumático, fue una convulsión, lo imposible sucedió, el barco inhundible se había hundido; pero la cuestión es que precisamente como una convulsión este hundimiento llegó en su momento adecuado: aún antes de que en realidad sucediera, había ya un lugar abierto, reservado para ello en el espacio-fantasía”, «El sublime objeto de la ideología» (1989) de Slavoj Zizek.
Corre el año 1898, Morgan Robertson escribe una novela que pasa sin pena ni gloria. Cuenta la vida de un fracasado, un ex oficial de la marina alcohólico que trabaja en un trasatlántico de lujo. El barco choca contra un iceberg en una fría noche de abril y el protagonista se convierte en héroe al salvar a una mujer: ambos saltan al iceberg y allí esperan hasta ser rescatados. La novela se llamaba «Futilidad» y el barco, Titán.
Aún antes del hundimiento del Titanic ya había una historia, un mito, una leyenda esperando a cumplirse. Incluso antes de construirse, ya era símbolo de la decadencia de una sociedad imposible de mantener, donde las clases sociales vivían en compartimentos estancos, donde podían coexistir los famosos ricos y poderosos en una sala de primera clase y los anónimos inmigrantes bailando apiñados cinco pisos más abajo.
Fotograma de la película «Titanic» (1953) de Jean Negulesco.
Los «Cazadores de Mitos» le demuestran a James Cameron que Jack sí podría haberse salvado con Rose, pero el director les contesta que Jack simplemente debía morir. No hay argumento contra eso. El hundimiento del Titanic también debía ocurrir, porque a veces “lo imposible” debe suceder. La propia palabra Titanic tiene hoy un profundo significado ideológico; sólo una catástrofe colosal puede redimir a un hombre y a toda la humanidad: en la película de Negulesco el despiadado aristócrata le cede su lugar a una mujer de tercera clase, en la de Cameron Jack se inmola para que Rose pueda ser feliz.
En abril del 2012, centenario del hundimiento, la Royal Philarmonic Orchestra estrenó el «Titanic Requiem» de Robin Gibb… Gibb, el de los Bee Gees. La crítica fue feroz: que las campanas suenan a Shostakovich, que los timbres son un saqueo de Beethoven, que el coro se hunde en las turbias aguas de la decepción. Demasiado sentimental, dijeron. Gibb moría unos días después del estreno, como si hubiera escrito su propio requiem, triste conmemoración con hundimiento.
En la novela-profecía unos mil quinientos pasajeros salvan la vida, o sea que estuvieron allí. En 1912, otros setecientos pasajeros vuelven a salvarse y durante años pueden decir que allí estuvieron, de verdad. En la primera película, Bárbara Stanwyck, Robert Wagner y otros cien extras también se salvan. Y qué decir de Kate y los millones que vimos una y otra vez la “gran” película y los documentales y los videos submarinos y las exposiciones con objetos rescatados y las cartas y las fotos… hasta yo siento a veces que estuve en el Titanic.
Grabado del artista Willy Stöwer, sobreviviente del Titanic.
Foto de portada: Fotograma de la película «Titanic» (1997) de James Cameron.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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