Por Paty Caratozzolo.
«Pelleas et Melisande» (1893), obra de teatro escrita por Maurice Maeterlinck, tuvo un éxito inesperado y desencadenó una serie extraordinaria de movimientos artísticos en la música, la poesía, la escultura y la pintura. Y digo inesperado porque la historia es idéntica a la de Francesca da Rimini: Francesca está casada con el feo y anciano Malatesta, se enamora de su joven cuñado Paolo, el esposo los descubre y los mata atravesándolos con la misma espada.
Maeterlinck era poeta y dramaturgo, contemporáneo de Edouard Manet y Claude Debussy, que a finales del siglo XIX ya eran considerados impresionistas. El argumento de «Pelleas et Melisande», bien mirado, tiene la estética de la pintura de Manet y de la música de Debussy, sin embargo la forma de narrar la historia provocó la extraña situación de inaugurar un nuevo movimiento artístico: el simbolismo. Maeterlinck era todavía un niño cuando los grandes poetas de Francia abrieron camino a lo que sería el simbolismo y trabajaron los temas de la soledad, la angustia, la melancolía, la nostalgia y la insatisfacción existencial. Todos se identificaron con la figura del artista maldito, en el sentido de ser víctima de terribles maldiciones, precisamente como les sucede a los pobres personajes de Pelleas y Melisande y como les había sucedido antes a Francesca y Paolo.
La trágica historia de Francesca da Rimini ocurrió en la Edad Media y llegó a nosotros a través de la «Divina Comedia» (circa 1330) de Dante Alighieri. Dante incluye a los desafortunados amantes en el segundo círculo del infierno y los representa con sus cuerpos retorcidos girando uno alrededor del otro sin poder detenerse ni tocar el suelo.
Ilustración de la «Divina Comedia» de Gustave Doré.
En 1876 Piotr Ilich Tchaikovsky resucita la historia de los amantes con su poema sinfónico «Opus 32» probablemente influenciado por la edición de la «Divina Comedia» que apareció en 1861, ilustrada por el ya famosísimo Gustave Doré. Atormentado por la imagen de los amantes metidos en esa especie de tornado, escribe esta fantasía sinfónica representando la tragedia desatada mediante el novedoso recurso del cromatismo envolvente, como si se tratara literalmente de una tormenta.
«Andante lúgubre» de «Francesca da Rimini», de Tchaikovsky.
El torbellino de almas que envuelve a los amantes según Tchaikovsky es el mismo que el de viento y olas que ideó Edvard Grieg para su «Peer Gynt» ese mismo año. Grieg sí quiso representar una tormenta real, la que hunde el barco de Peer Gynt, y entonces lo insólito es que, aunque el argumento es completamente diferente, el tratamiento musical que hace Tchaikovsky de la tormenta “de pasiones” resulta el mismo que el de Grieg: logra la sensación de estar entre las olas embravecidas por medio de los instrumentos de cuerda más graves, junto con la percusión y los trombones, y la sensación de rachas de viento por la intervención de los instrumentos de madera.
«El retorno de Peer Gynt» de la «Suite #2 opus 55» de Grieg.
Este es para mí el verdadero anticipo del simbolismo musical que luego desarrollarían Debussy, Fauré, Sibelius e incluso Schoenberg para representar nuevamente «Pelleas et Melisande», pero esa ya es la historia que sigue…
Imagen de portada: «La muerte de Francesca y Paolo» (1870), Alexandre Cabanel.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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