Por Paty Caratozzolo.
Marco Polo tenía apenas 17 años cuando su padre y su tío, mercaderes en Oriente Medio, lo llevaron con ellos en un misterioso viaje por Asia que terminó extendiéndose nada menos que 24 años. Al volver, en 1295, trajeron enormes tesoros y hasta dijeron que habían sido huéspedes del mismísimo emperador de los tártaros, el Kublai Khan.
Poco después de volver de su viaje, Marco es tomado prisionero por los genoveses y en los dos años de encierro pasa los días contándole las memorias de sus viajes a su compañero de infortunio, a la sazón amanuense. El compañero escribe y escribe, y las historias son tan extraordinarias que parecen fábulas. El escrito se publica con un éxito inusitado y se empieza a conocer con el sobrenombre de “Il milione”, «el millón de mentiras», y es que los relatos realmente resultan imposibles de creer.
Marco Polo leaves Venice on his travels to China (circa 1400), artista anónimo.
Hoy ya no importa si las historias de «Il milione» son ciertas o falsas, siguen fascinándonos porque tocan nuestro deseo más profundo y secreto de ser otro, de cambiar nuestra vida de rutina y aburrimiento por otra donde nuestros sentidos se saturen de experiencias nuevas, donde los ojos vean otros paisajes, los oídos escuchen ignotas melodías, donde podamos embriagarnos de perfumes exóticos y nos regocijemos con manjares desconocidos: la fantasía de ser otro mediante el engaño de sentir diferente.
Setecientos años después, en 1972, Italo Calvino se basa en uno de los capítulos del «Il milione» para escribir «Las ciudades invisibles». Calvino entiende de la melancolía de querer ser otro, comprende a la niña que guarda entre las páginas de su diario la postal del lugar que nunca ha visitado, al joven que sueña con tener un billete de Eurail en el bolsillo de su mochila, al jubilado que devora la National Geographic con los ojos húmedos y la garganta seca.
«Makam Rast Usul Düyek», canción tradicional de Turquía del siglo XIII.
Calvino piensa en ellos cuando arma su libro con los hipotéticos relatos de Marco Polo al Kublai Khan describiendo las ciudades visitadas después de cada viaje. Marco es otro en cada relato pero al Khan de nada le sirve poseer un imperio lleno de fantásticas ciudades porque, prisionero en su palacio, sigue siendo siempre él mismo.
Marco y el Khan reflexionan y comentan y sus diálogos corren en paralelo con las descripciones de las ciudades, todas imposibles: una microscópica que va ensanchándose, una formada por muchas ciudades concéntricas, una ciudad-telaraña suspendida sobre un abismo, una de papel, una acuática… Apenas han pasado un par de capítulos y el Khan interrumpe a Marco y le plantea un cambio de planes:
“De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades,
y tú verás si existen y si son como las he pensado”.
¿Quién es el dueño de la ciudad: El que la posee o el que la conoce? ¿Es que acaso el Khan envidia a Marco o es Marco el que provoca al Khan? Las ciudades y el deseo, las ciudades y los ojos, las ciudades y los signos; leyendo cada capítulo es posible que algún día descubramos la verdad… aunque esa ya sería otra historia.
Portada: «Marco Polo» (1867), mosaico de Enrico Podio expuesto en el Palazzo Tursi de Génova.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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