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Barry Lyndon o la redención

Columnistainvitado
Por Paty Caratozzolo

Existen pocos personajes de ficción que hayan sido condenados por su creador a vivir muchas vidas en una sola. El primero que viene a mi mente es Chauncey Gardiner, de la novela «Desde el jardín» (1979); para él la vida es un jardín repleto de una vegetación que volverá a florecer cada primavera si sus raíces se han mantenido sanas. Otro igual de interesante es Leonard Zelig, de la película «Zelig» (1983); para él la vida es una interminable pesadilla de transformaciones físicas y mentales. Un tercero podría ser Forrest Gump, de la película «Forrest Gump» (1994); para él la vida es una caja de chocolates surtidos donde nunca sabes de qué sabor te va a tocar lo que escojas.

Barry, buscavidas.

Redmond Barry, de la película «Barry Lyndon» (1975) también es, en cierta manera, uno de estos personajes: para él la vida es una partida de naipes interminable en la que no sabe qué suerte le espera a cada jugada. En la primera escena nos enteramos que su padre ha muerto en un duelo, unos minutos después él mismo se batirá a duelo por el amor de su prima. Después de hora y media de película, Barry ha vivido la vida de al menos diez personajes y no sabemos adónde va a llegar con ese ímpetu… resulta que a ningún lado: su sino fue quedarse con su último yo, quedarse en Barry Lyndon. Y finalmente en el ocaso de su vida, convertido en un desecho de sí mismo, un último duelo contra su hijastro lo termina por destruir.

En ninguna de sus vidas encuentra la redención: ni en el amor furtivo, ni en la heroicidad de la batalla, ni en la amistad sincera, ni en el amor de padre… siempre su yo lo condena a ser el peor de todos sus posibles personajes.

Barry, soldado.

Al final, en una escena bordada hasta el más mínimo detalle -al estilo Stanley Kubrick– vemos a Barry herido en una pierna. Está tendido en la cama de la habitación de una posada, con la camisola blanca abierta y el pantaloncillo de terciopelo celeste cortado a las rodillas. La decoración del cuarto es austera, el ambiente pesado y denso, la luminosidad de otras vidas llega a través de la ventana abierta. El médico le dice que para salvarlo deberá amputar la pierna herida, sin embargo para él eso significa enfrentar su última y definitiva muerte; ya no habrá más personajes, ya no habrá más jugadas.

Barry, aristócrata.

La escena está calcada del cuadro «La muerte de Chatterton», de Henry Wallis. Y la referencia no es casual: el poeta Thomas Chatterton se suicidó a los 18 años después de haber vivido cientos de vidas apócrifas a través de sus relatos medievales. Si Redmond Barry hubiera existido realmente hubiera sido contemporáneo de Chatterton, pero sólo es un personaje y entonces entendemos que lo malo de vivir muchas vidas es que de alguna forma tienes que vivir muchas muertes, y en ninguna de ellas encontrarás la redención.

 

«Sarabande de la Suite en Re menor» (1706), de Georg Friedrich Haendel.

Imagen de portada: «La muerte de Chatterton» (1865), de Henry Wallis.

IMG_5743Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!

 

 

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