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Horrores de Halloween, horrores de Dunwich

Columnistainvitado
Por Sandyluz
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En vísperas del Día de Muertos y de Halloween, hablaré de uno de mis cuentos favoritos: «El horror de Dunwich». Último de esta saga de reseñas, dedicadas a H. P. Lovecraft, me permite redondear sobre uno de sus temas recurrentes: Hay formas de vida del espacio exterior, que no se someten ni al raciocinio, ni al control humano; simplemente se revelan conforme a su naturaleza, despertando los terrores más atroces en una humanidad frustrada, ante lo que le resulta incomprensible. «Tales horrores están en nosotros desde hace mucho. Son anteriores a nuestro cuerpo… o ajenos al cuerpo, que es lo mismo» (Lovecraft, 2013: p. 60).

Con una exuberancia inusual, en medio de malezas, zarzales y yerbajos se erige Dunwich, región escabrosa y singular, parte del centro-norte de Massachussets, Estados Unidos. Los ahí extraviados se sentirán en un escenario retrógrada y atemporal. Los primeros pobladores de Dunwich llegaron desde Salem, en 1692 (año de una real y cruenta cacería de brujas) y constituyeron las dos o tres familias fundadoras que erigirían el pueblo, razón por lo cual su gente es sinónimo de decadencia, como los Whateley. En los primeros tiempos de Dunwich, ocurrieron aquelarres y ritos de los indios, donde invocaban a sombras prohibidas, provenientes de las altas colinas; desde entonces, se escuchan poderosos crujidos y estremecimientos en la tierra.

En este clima de misterio, llega al mundo Wilbur, hijo único de Lavinia, la hija albina y anormal del viejo Whateley. Tan misteriosa la concepción, como la naturaleza de Wilbur. Desde temprana edad, muestra un crecimiento prematuro y una precocidad contra natura. Con apenas año y medio, es tan grande como un chico de cuatro y habla fluidamente; a los diez años de edad, Wilbur tiene el aspecto de una persona adulta, despertando el asombro y temor de sus vecinos. Aunado a esto, se suman sospechas hacia la familia Whateley, ante la compulsiva compra y desaparición de ganado. Los perros de la región parecen detestar a Wilbur y el viejo Whateley ha estado haciendo ampliaciones en su vivienda. Las chotacabras están más ruidosas que nunca, y Wilbur, con su apariencia adulta, debe completar la misión encomendada por su abuelo: cuidar a la criatura que se aloja en el granero y obtener de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic el ejemplar del libro «Necronomicón», ejemplar oscuro y prohibido. Con este contexto, el doctor Armitage y otros investigadores levantan sospechas contra Wilbur y se dan a la tarea de averiguar su verdadera naturaleza y sus motivos para querer aquel volumen con tanta vehemencia. En el clímax del cuento, se desata «el horror» en Dunwich, amenazando la vida de sus habitantes: una criatura siniestra, que sólo puede ser devuelta a su lugar de origen, mediante pronunciar unos espantosos vocablos (ritual a realizarse en las profundidades del Sentinel Hill).

Con un narrador omnisciente, «El horror de Dunwich» presenta una tensión narrativa ascendente, a partir del nacimiento de Wilbur, hasta su trepidante clímax. El desenlace es desconcertante e inmiscuye simbólicamente al lector, en los volúmenes consultados por los investigadores que vigilan a Wilbur Whateley. Si bien el tema de posibles invasores de otras dimensiones es escalofriante, la manera de plantearlo, en medio de una atmósfera nebulosa, cargada de tabúes, incertidumbres y extrañas costumbres ancestrales, afianzan la posibilidad de unas criaturas primigenias; esto genera un terror plausible.

Un mito es una narración en prosa que surgió para dar explicación a la creación de una organización social o ambiente; una leyenda es una narración en prosa con datos verificables, pues incluye fechas, personajes y escenarios reales. Y uno de los grandes aciertos de «El horror de Dunwich» es aludir a pobladores que sí existieron en los albores de Massachussets, así como a las leyendas relativas a antiguas costumbres y rituales verídicos. También, como carta fuerte, el recurso de la intertextualidad: recurrir a libros que verdaderamente existen –como el libro de criptografía de John Davys (1737) o el «Treatise on the Art of Decyphering, and of Writting in Cypher» de Philip Thicknesse (1772)– y correlacionarlos con obras ficticias, como el «Necronomicón», aspecto que llena de intriga el relato.

«El horror de Dunwich» es una verdadera obra de ciencia-ficción, en el sentido de brindarnos, como legítimos y de valor científico, eventos que son del todo fantásticos; la clave para obtener la credibilidad del lector es tomar como punto de partida los mitos y leyendas locales, los rituales de tradiciones paganas precristianas; todo esto en el ambiente tétrico, donde los monstruos y otras quimeras alienígenas pueden hacer creíble acto de presencia. En lo personal, me parece una de las obras mejor logradas de Lovecraft y una muestra indiscutible de que el terror del ser humano radica en aquello que le es inaprehensible, lejano e incierto. La humanidad todavía tiene un montón de horrores qué descubrir, mediante el quehacer científico que se entrega a la comprobación de los mitos e historias que la gente cuenta.»La clase de miedo aquí tratado (…) puede estar en alguna probable percepción (…) anterior al nacimiento y en una mirada a la sombría tierra de la preexistencia» (Charles Lamb, «Brujas y otros terrores nocturnos»).

Fuente consultada: Lovecraft, H.P. «El horror de Dunwich» en Antología del Terror. Vol. 1. México: Porrúa. Quarto de Hora, 2013.

IMG_5743Sandyluz. “Detrás de la pluma…” Egresada del Tecnológico de Monterrey Campus Toluca, de la carrera de Ciencias de la Comunicación. Completó estudios de Creación Literaria en la Escuela de Escritores del Estado de México (SOGEM). También terminó una maestría en Estudios Humanísticos con especialidad en Literatura, en el Tecnológico de Monterrey. En un plano más relajado, es aficionada a los libros y a la escritura desde corta edad; ha escrito de manera informal cuentos y poesías; con uno de sus primeros cuentos ganó un concurso local del cual obtuvo su primer retribución económica y profesional, siendo ello un significativo incentivo para seguir escribiendo. La Literatura ha sido una válvula de escape para no enfermar de realidad. La fantasía reanima el fulgor de los sueños que soñamos dormidos y que soñamos despiertos…

 

 

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