Por Regina Franco.
Sólo había mar y verde. Había azul y el pasto verde. Se paró dándole la espalda al mar. Abrió los brazos y cerró los ojos esperando a que él la atrape. El aire frío roza su cara. Se siente en caída libre; la adrenalina escala en sus entrañas. Cada célula cayendo lentamente, como si el tiempo se hubiera congelado con por el aire. La gravedad la jala. Y así caía y caía y caía y caía. Precipicio infinito, hasta que su cuerpo irrumpió las olas; las hizo levantarse. Tocó fondo; su cuerpo chocó con la arena. El mar la había atrapado.
Todo era azul, menos el cielo, que se reflejaba por una pequeña ventana de luz en la superficie. Nadó y nadó. Su pelo rojo se movía al ritmo del agua. Agua espesa y pesada, agua lenta, agua turbia que la impedía moverse. Le faltaba fuerza para moverse, le faltaba fuerza para salir. Gritó su nombre:
“¡Christian!”
“¡Christian!”
“¡Christian!”
Y cada letra; desde la C hasta la N salían de su boca, pero no se escuchaba nada. Cada sílaba se convertía en burbujas, en menos aire. Por que no, todavía no aprendía a respirar bajo el agua. No lo encontraba. La chica del cabello rojo no encontraba a su amor, el que se aventó al mar antes que ella. El que fue secuestrado por el océano. Las horas pasaron. No lo veía, y el aire se acababa, y los suspiros también. Comenzó a llorar, y aunque sus lágrimas no se distinguían bajo el agua, el nivel del mar comenzó a subir, tanto que la luz hacia la superficie cada vez se volvía más chica. Y la pregunta seguía ahí: ¿Dónde está Christian?, ¿Dónde está su amor?
La chica seguía llorando, y el mar iba subiendo de nivel. Christian no aparecía. La luz casi se esfumaba. Entonces surgieron dos alternativas, o quedarse buscándolo o salir a la superficie por él. Pero para qué salir si no estaba su Christian. El mar la abrazó fuerte; le suplicó que se quedara, que se dejara llevar por su marea. La piel pálida de la chica se tornó más blanca, sus labios morados, sus ojos rojos, y sus mejillas sin color, se tornaban poco a poco color gris. La corriente marina no soltaba sus piernas. Y ella se preguntaba; ¿valía la pena una vida sin Christian?
Las olas tronaban contra las piedras del acantilado. El paisaje era azul, verde y gris. Verde por el pasto, azul por el mar, gris por el cielo, que lloraba al ritmo del réquiem de la futura ahogada. El mar alterado se movía al son de los lamentos que atrapaba, y sin embargo, en el fondo seguí sosteniendo una sola alma sin parar. Podía sentir cómo, poco a poco, ella era suya, la amante solitaria, sin vida ni plan.
Christian caminaba buscando a su amor. Una tormenta se avecinaba. No la encontraba, hasta que vio el nivel alto del mar, supo ahí que su chica de cabellos rojos había llorado por él bajo el agua. Christian estiró sus brazos y se aventó al abismo. El agua salada de lágrimas llenó sus pulmones; sus ojos se cerraron, y se entregó a los llantos de su amor. El mar lo capturó y rápidamente su frío cuerpo se movía con la marea.
El mar estaba más agitado y fuerte que nunca. A parte del intenso rugido de las olas, esa noche no se escuchó ni un solo murmullo en el ambiente. No había luz. No había color. El negro de la noche había cobijado el lugar. Hasta que se escuchó el grito de una joven pálida de cabellos rojos, que gritaba el nombre de su amante, aquél que salió a buscar a la superficie.
Foto: Julen Landa.
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