Compilado por Enrique Figueroa Anaya.
Fotos por Álvaro Peña.
Hoy se cumple un año del sismo del 19 de septiembre de 2017, mismo que significó el primero de gran magnitud para la gran mayoría de los que escribimos diariamente en Reconoce MX. La crónica de los días del sismo, misma que pueden revisar aquí, fue en sí otro reto nunca antes enfrentado por todos los que conformamos este proyecto de difusión independiente. A continuación la memoria de algunos de nuestros colaboradores, a un año del sismo que cambió para siempre nuestras vidas. Y ustedes, ¿cómo viven el 19 de septiembre un año después?
Experimentar un sismo como el del #19s en 2017 es una experiencia que te hace aprender de ti mismo y de tu entorno en las circunstancias más crudas y humanas posibles. Tienes tu trabajo, actividades, familia, pareja y de pronto, en un segundo, un fuerte movimiento sacude los cimientos de tu ciudad, reduciendo todos los planes, preocupaciones y pensamientos al simple hecho de valerte de tus habilidades para sobrevivir a la incertidumbre… ¿Llegaré a bajar estas escaleras? ¿Debería quedarme? ¿Debería ayudar a quienes no pueden desplazarse rápidamente o debería ver solo por mi?
Sucedió tan rápido y se quedó tan dentro de todos nosotros, que solo nos queda honrar a los que desde cualquier trinchera ayudaron a que la ciudad no se hundiera, ni entre los escombros, ni entre la desesperanza.
Un día laboral donde no todos estuvimos dentro para seguir el protocolo planeado para el simulacro. Alrededor de las 13:30 horas, en el piso 1 de la torre A afuera de Plaza Antara, comenzaron a moverse escritorios, lámparas y sillas… Estaba temblando y no paraba.
En mi oficina, no nos dejaron bajar por las escaleras, pues es donde más puede accidentarse la gente; por lo que nos pegamos a la pared y así estuvimos un rato, se sintió mucho.
Es un momento en el que te bloqueas, en el que todo mundo quiere sacar su celular para marcar a los seres importantes para saber cómo están; pero en el que no nos damos cuenta que estorbamos. Por más protocolos que haya no los seguimos, estamos asustados.
Fue un caos la ciudad; muerte, pérdidas materiales como construcciones, edificios, casas, viviendas, autos y escuelas. Las siguientes semanas nos marcaron de por vida: nos unimos como nunca, nos hicimos fuertes para siempre.
Katia Stephanie Ibáñez Del Rivero:
El pasado 19 de septiembre estaba en Guadalajara por trabajo. Leí la noticia en Twitter y poco a poco me fui enterando de la gravedad de la situación. Todavía recuerdo demasiado bien cuando me enteré del colapso del Colegio Rébsamen, la escuela de mi primito, el más pequeño de la familia.
Cómo paramédico, mi primer instinto fie salir corriendo. Luego entendí que pese a mi frustración, había manos perfectamente capacitadas, dispuestas y más cerca que las mías.
Cuándo llegué a León, dónde actualmente vivo, toda la gente a mi alrededor estaba teniendo un día normal, nadie tenía caras largas, nadie estaba preocupado, angustiado o nervioso. Ahí fue cuándo entendí que la empatía no es posible sin una experiencia personal que te conecte con el sufrimiento del otro. Sigo sin perdonar la apatía de mis conciudadanos y al mismo tiempo deseo que nunca aprendan lo que es vivir esa angustia.
Mi primo fue uno de los afortunados que salió ileso de aquel colegio convertido en ruinas. Aunque ileso es un decir… Pasará mucho tiempo antes de que deje de asustarse con las alarmas de los carros o de los centros comerciales. Y eso es algo que sólo los chilangos entendemos. Nuestra ciudad, lo bueno y lo malo, se queda contigo vayas a donde vayas.
El 19 de septiembre de 2017, hace un año, experimenté el mayor miedo que he sentido; fueron para mi los minutos más largos, pero todo fue peor al ver redes sociales y ver todo los desastres que ocurrieron por esos minutos. Los videos que circulaban de cómo se desplomaban los edificios y luego la noticia del Tec de Monterrey, Campus Ciudad de México y del Colegio Rébsamen. La verdad ahí fue cuando me puse a llorar de impotencia.
No pasaron ni una hora cuando ya los llamados millennial estaban ayudando, quitando piedras, juntando comida, dando lo que tenían para ayudar;nunca me sentí mas orgullosa de ser mexicana, como cuando vi cómo todos nos uníamos para ayudar al otro. Ir al súper y ver todo vacío porque todos estábamos comprando para ayudar; en lo personal yo fui a Xochimilco y nunca sentí mi corazón tan lleno de amor, la gente lloraba y te abrazaba por ayudarlos y eso abrazos nos llenaban de energía para seguir ayudando a las largas horas fe la madrugada.
Hoy a un año sé que si México volviera a sufrir, todos nos juntamos para ayudar sin dudarlo un segundo; sé que falta bastante para estar como antes del terremoto y hay personas que siguen sin casas, pero todo es paso a paso, nunca duden de que un mexicano se una a la ayuda; sé que saldremos poco a poco adelante. Pasamos por meses muy difíciles, pero también es importante no olvidar que todavía hay muchas personas que siguen sin casas. No podemos olvidar que si un mexicano nos necesita es importante ayudar, porque mañana podemos ser nosotros quienes necesitemos de alguien más, y seguro alguien más nos ayudaría sin conocernos.
En Morelia, Michoacán, el sismo afortunadamente no resultó a mayores. Su servidora se encontraba trabajando en una oficina, de hecho ya iba a terminar mi horario de trabajo, cuando pasó el temblor. Estuve “pegada” a la computadora tratando de recabar toda la información y subirla al medio en el que trabajaba en ese entonces.
Ver los edificios caerse, ver el pánico de las personas, las trajineras moverse bruscamente. Polvo, solo polvo y pánico. Salí de la oficina, tuve que caminar por la avenida Madero, la principal en la capital michoacana, y la tranquilidad me resultaba bastante incómoda: “¡¿Por qué demonios están tan tranquilos?!”, “¡¿Por qué tienen una sonrisa en sus rostros?!”, “¡La Ciudad de México se está cayendo a pedazos, carajo!”, fueron las cosas que me seguía repitiendo a cada paso que daba al ver que los morelianos aún no se percataban de lo que estaba pasando.
Es increíble el poder humano, la solidaridad, el coraje, la sensibilidad. Somos mexicanos, somos vida, somos cabrones. Mis respetos a todos aquellos que lucharon minuto a minuto con el puño en al aire y en el corazón.
Todos en la oficina estábamos nerviosos por lo que acababa de pasar, la tierra se había movido. Algunos bromeaban, otros intentaban comunicarse con sus seres queridos, pero ninguno de nosotros sabía la magnitud del desastre que acaba de azotar a nuestra ciudad. Logré comunicarme a mi casa y me dijeron que todo estaba bien; solo se habían caído algunas macetas y todos mis demás familiares estaban a salvo. Cuando regresamos a la zona de trabajo y pudimos tener acceso a internet nos dimos cuenta de que no había sido un terremoto pequeño, que éste en verdad había dejado estructuras derrumbadas y a muchas personas afectadas.
El camino a mi casa fue dos horas más largo de lo que me hacía normalmente, no podía dejar de mirar por la ventana y percatarme del caos en el que estaba convertida la ciudad: cables de luz por los pisos, sirenas sonaban por doquier, filas enormes en las tiendas para poder adquirir víveres, gente aterrada por todos lados. A donde quiera que mirabas se sentía el terror de lo que había acontecido, pero detrás de todo esto había amor, unión, solidaridad y empatía.
El puño arriba como símbolo de esperanza. El puño en alto siempre ha sido símbolo de lucha, de fuerza y entre los escombros de un terremoto, de posibilidad de vida. Después de un año del 19s, es recurrente esa imagen en la calle Escocia, colonia Del Valle en la Ciudad de México, cuando alguien arriba de los escombros levantaba el puño y todos callaban y contenían hasta la respiración; pero al menos en mi mente, esa señal se convirtió en un mensaje de esperanza, que la recuerdo y aún me estremece.
Antes de septiembre del año pasado yo y muchos de mi generación solíamos hacerle las mismas pregunta a nuestros papás: ¿cómo fue el terremoto del ’85?, ¿cómo se sintió?, ¿cómo se recuperaron? Los adultos nos contaban sus historias una tras otra, pero jamás fuimos capaces de comprender realmente dichas experiencias, hasta 2017.
Hace un año se nos contestaron todas las preguntas que solíamos hacer. Vimos nuestra ciudad caer en cuestión de segundos, conocimos el temor de no saber el paradero de nuestros seres queridos y de lo que sucedería después. Pero en lugar de encogernos y esperar ayuda, todos nos levantamos. Se convirtió en nuestro turno de levantar cada pedazo de escombro, tal como lo hicieron nuestros padres antes de nosotros.
Puedo decir que presencié con mis propios ojos lo que los mexicanos podemos hacer juntos, sin importar la raza, religión, estado socio económico o partido al que apoyamos. Como dicen por ahí: entre toda la obscuridad siempre habrá un rayo de luz y en esta ocasión esa luz fueron los mexicanos y extranjeros que arribaron a nuestro auxilio.
Que no se nos olvide que la persona desconocida que está a nuestro lado podría ser alguien que nos salve la vida. Una vez más México demostró que juntos podemos lograr lo que queramos.
Toda esta experiencia, aunque trágica, me hizo sentir más orgullosa que nunca de ser mexicana. ¡Fuerza México!
El silencio de la destrucción. Hay momentos en que le pertenecemos al silencio. Los instantes de la destrucción son los más silenciosos. La voracidad de la naturaleza ataca la fragilidad de nuestro andar por el mundo cuando las entrañas de la tierra se estremecen. Un movimiento imprevisible cambia el rumbo de los destinos de un segundo a otro; segundos en el que el silencio lo entierra todo incluso al miedo porque, a pesar del daño por la catástrofe, nuestro espíritu humano rompe ese vacío sonoro con solidaridad y fuerza. El silencio nos hace temblar, luchar y nunca olvidar.
Pasó ya un año, pero todavía no se va la ansiedad por las noches. Sigo teniendo miedo de escuchar la alerta sísmica. Antes, cuando temblaba, tomaba las cosas con relativa calma. Hoy no. Hoy me afecta, me pongo a llorar, me siento mal. Hoy ya tengo un plan de evacuación en casa y en el trabajo. Y lo más importante, me tomo en serio los simulacros y la prevención. El 19s fue el evento que cambió mi vida adulta para siempre. No solo me dejó un estrés postraumático fuerte, sino que me hizo redescubrir la fuerza de mi generación y con ello, algo de esperanza. Sin duda, no volvimos a ser los mismos.
Siempre me han gustado los sismos. Me gusta sentirme pequeña en el planeta en el que vivimos. Me gusta la ciencia, me gusta ver a la naturaleza ser. Pero, ese martes, creí en el azar, en la buena suerte, en la chiripa y hasta en lo espiritual. Una hora antes estuve en varios puntos: un hospital cuyas paredes se quebraron, una farmacia donde la casa de al lado se derrumbó, una calle donde varios edificios se colapsaron o quedaron a punto de caer y a la una de la tarde tenía una cita para una entrevista en un café de Galerías Coapa. La entrevistada me canceló a las 12:45. Desistí de quedarme en la zona y regresé a casa. A la una y diez yo estaba en el elevador. Me aventé a la cama, envié un mensaje, y todo empezó. Piso 7, imposible bajar. Mis lámparas se rompieron, mis macetas cayeron, varios de mis platos se despostillaron, pero mis paredes no soltaron ni un poco de polvo de yeso, ni una pequeña fisura. Vivo en un edificio más o menos nuevo que fue bien construido, por suerte.
Por suerte, la entrevistada me canceló para recoger a su hija que se enfermó. Por suerte, adelantaron mi cita en el sótano del hospital, para que no se atrasara tanto con el simulacro de la mañana. Por suerte, pasé antes a la farmacia. Por suerte, una amiga no dio clases ese día. Por suerte, varios estamos vivos. Lo que siento al pensar en ese día es coraje porque muchos no tuvieron “suerte”. No se le puede llamar de otra manera al azar de estar en edificios mal construidos, sin salidas de emergencia, sin estudios de suelo, con corruptelas y negligencias como cimientos. Me parece injusto y terriblemente irritante que nuestro destino como ciudad ese día se dividió entre buena y mala suerte, como si no hubiera podido evitarse.
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