Por Ady’e Rueda.
Tuvieron que pasar miles de años para que los ojos humanos pudieran apreciar borrosamente la imagen fotográfica de un agujero negro, ese ente cósmico complejo y arrebatador, creador de caos y equilibrio. El captar la luz que desprende todo el material que devora a su paso, es un acontecimiento único que abre un sinfín de posibilidades a la imaginación, y que genera muchas más preguntas que respuestas sobre los perturbadores secretos que oculta el manto negro que nos contiene.
La artista principal de esta obra es Katie Bouman, joven física americana de 29 años que marcó el mundo de la ciencia con su algoritmo capaz de retratar a un oscuro voraz ubicado a 50 millones años de luz de nuestro planeta, en la galaxia M87. Una distancia incomprensible y aún inalcanzable para nuestras mortales formas.
Impresionante es saber que aquella estrella gigante fallecida tiene 6,500 millones de veces la masa del Sol; su inmensidad y fuerza son un fenómeno que la mente terrestre intenta asimilar a través de estudio, investigación y, desde luego, inventiva.
Pocos son los genios creativos que han encontrado en el terror del coloso universo, inspiración para dar vida a relatos que pretenden, de una u otra manera, dar sentido a nuestra existencia y a todo aquello que no conocemos ni alcanzaremos a vislumbrar.
H.P. Lovecraft, por ejemplo, sugería a Azathoth como un gigante amorfo que, viviendo en el vacío, posee la esencia del universo en toda su destrucción. El escritor consideraba a las estrellas y demás objetos espaciales como monstruos que contienen en sí mismos poderes lo suficientemente avasalladores como para acabar, e iniciar, dimensiones y realidades, para trasgredir los límites del tiempo y para acabar con toda la luz y la vida. El agujero negro de M87 podría ser considerado por el literato como una especie de Azathoth, un dios del caos que, aunque habita en un punto lejano, amenaza constantemente nuestro entendimiento y existir.
El desasosiego y el ser insignificante e impotente ante las infinitudes que nos rodean, y en las que habitamos, son fuente inagotable para el terror y la ciencia ficción. La reciente visión del hoyo negro trastoca nuestro problema existencial fundamental y la limitada conciencia de los misterios y seres que son más antiguos que el tiempo y cuyas acciones no tienen nada que ver con nuestros termómetros morales y cosmogónicos. El frío del exterior, su hostilidad innata y su inmensidad son material vasto para maravillarnos y enloquecernos.
Stephen King trazó un «Eso» en 1986, hijo también de la oscuridad del todo, una entidad (maligna para nuestros estándares del actuar) que consume energías del planeta en el que se alberga. Habitante de la masa negra estelar, Eso llega a la tierra para vivir de los miedos de inocentes; otro monstruo cósmico que no se puede vencer de maneras convencionales; se requiere fuerza mística y amplitud espiritual.
Con la gran noticia del pequeño reflejo del devorador de M87, otro autor golpea fuertemente en la memoria: Isaac Asimov. Este prodigio de la ciencia y la literatura que si bien no enfocó sus esfuerzos en el horror tradicional, sí plasmó miedos primigenios en sus narraciones semi proféticas.
La última pregunta es por mucho una de sus mejores historias; clásico, épico e inconfundible escrito que trasmite una terrible sensación de vacío a la vez que sorprende con tan revelador final, un desenlace que reta a las creencias, que desfalca de un golpe a instituciones religiosas y que se une a la larga lista de mitos creacionistas.
Katie Bouman puede ser un eslabón en la respuesta a esa última pregunta que cuestiona el qué se puede hacer para que no llegue el sobrecogedor fin del todo. La última pregunta es el deseo de continuar con vida y presenciar la razón del todo. Visualizar la muerte de una estrella masiva que, en una metáfora zombi, se dedica a consumir la vida de lo que se encuentre junto a ella, es un paso importante en la escasa obtención de conocimiento que se tiene del origen y el fin de lo que hay.
Aparentemente no tenemos ni un millón de años en este planeta y seguramente pereceremos mucho antes de acercarnos a esa cifra. Nuestro paso por la vida terrenal no es suficiente para comprender, ni compartir, el inicio y muerte de toda la energía existente. Nuestro Sol, se calcula, se apagará en 5,000 millones de años convirtiéndose muy probablemente en un hoyo negro y arrastrando todo el sistema que gira en torno a él, consigo. Seguramente la vida en la Tierra como la conocemos ahora habrá muerto millones de años antes y serán otros seres quienes sean abrupta y misteriosamente devorados.
Ady’e Rueda / Marañas negras. Comunicóloga, cuentista y danzarina. Creyente de la UNAM a quien le debo todo. Amante del metal, el terror y los años ochenta. Luciferina estudiosa del arte, el erotismo y la posmodernidad. Fanática de los perros, el mar y lo goth. Excéntrica, cinéfila, melómana y bibliófila. También creo que debe haber islas, allá, al sur de las cosas.
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