Por Asfaltos.
En los casi 9 años que llevo pisando la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, nunca había entrado a uno de sus rincones más «misteriosos». El Auditorio Justo Sierra, inaugurado en un ya muy lejano 1954 por el entonces rector Nabor Carrillo, fue testigo del paso de personalidades tan diversas como Susan Sontag, Octavio Paz, Pablo Neruda, Julio Cortázar y hasta el subcomandante Marcos. El auditorio, ahora renombrado como el Auditorio Che Guevara, se convirtió en los últimos 20 años en todo un «misterio» para la mayoría de la comunidad universitaria.
Tomado en 1999 por los huelguistas de la UNAM que defendieron el derecho a la educación gratuita y de calidad, el Auditorio Che Guevara fue regresado a las autoridades universitarias en 2002, para posteriormente volver a ser tomado al año siguiente. A partir de 2003 la administración del Che Guevara es liderada por el colectivo Okupación Auditorio Che Guevara. El espacio, vilipendiado por autoridades, medios de comunicación y no pocos miembros de la universidad, me resultó -como a muchos- todo un misterio que no me había procurado a conocer.
El viernes pasado, a eso de las 20:00 horas, pasé una vez más por el acceso principal del Auditorio Che Guevara; lo hice en los pasados 9 años, siempre de prisa sin detenerme ni observar. Las puertas, que siempre había pensado yo cerradas, estaban abiertas de par en par. Aquella noche me quedé de ver con un buen amigo de la infancia, quien al toparse por vez primera con el lugar, me preguntó: «¿Por qué no entramos?». La verdad es que nunca me lo había planteado, quizá por todo lo que había leído y escuchado, y lo poco o nada que me detuve a verlo; para mí era simplemente un espacio clausurado, sin acceso. Por ello, sin dudarlo, le contesté que lo hiciéramos; y lo hicimos.
Al frente de la entrada se lee la leyenda «Espacio liberado: Basta de represión». Para quienes administran el Auditorio, no se trata de un secuestro sino mas bien de una liberación. Por lo menos en los momentos en los que estuve dentro, me sentí en completa libertad. Inclusive pude tomar las fotos que ilustran esta narración. Solo hubo un chico que me pidió ver una de las fotos que había tomado, sobre todo porque era probable que sin querer yo hubiese capturado su cara. Le enseñé las fotos, accediendo a borrarlas sin problema si así había sucedido, pero quedó claro que no. El chico sonriente me dijo que estaba bien.
Al entrar observé al fondo dos espacios muy claros: La Ruda, en la parte superior, y que es la cocina vegetariana del recinto; y en la parte baja, La Fanzinoteca, ambos espacios cerrados a la hora en la que entré. Del lado derecho encontré un pequeño espacio verde que se veía cuidado, salvo por algunas latas vacías de cerveza que encontré en su interior. De mi lado izquierdo me topé con un mural lleno de representaciones que remiten a las raíces, al arte y yo diría que hasta al misticismo. En la parte baja me topé con una posible representación de la Madre Tierra, acompañada de una Virgen de Guadalupe muy particular y ataviada con una máscara de gas. Más allá de la puerta, que parecía llevaba a la cocina, no me fue posible acceder; un chico que me vio ingresar, me dijo que solo ahí no era hora para entrar. Vi cómo, del acceso del foro central del Auditorio, salió una chica que ingresó al lugar que no se me dejó ver. Era, posiblemente en ese momento, una especie de camerino.
Amable, el mismo chico que me comentó lo anterior, se preparaba para entrar en monociclo a un espectáculo teatral que se llevaba a cabo. Fue la primera vez que pisé el Auditorio Che Guevara. Con poca luz, por la presentación del género clown que se llevaba a cabo, me llegó un olor a marihuana producto de un pequeño grupo de chicos que observaban lo que sucedía sobre el escenario. La verdad, ese olor a marihuana se huele inclusive en el espacio al aire libre entre Biblioteca Central y Rectoría. El espectáculo mostraba primero a un maestro de ceremonias seguido de un supuesto luchador. ¿El público? Además de los chicos que fumaban, habían una pequeña familia y un grupo de 4 ó 5 niños disfrutando del show.
Las risas de los más pequeños, entre 6 y 10 años, me resultaron tremendamente contagiosas. En el segundo acto que observé al interior del Che Guevara, el supuesto luchador entretuvo a los niños que no paraban de reír con las ocurrencias. Me pareció, sin duda, un momento de gracia y de alegría. Ver a esos niños disfrutar me hizo la noche.
Al salir del foro central, tomé unas fotos más con las que ilustro este relato. Fuera del olor a marihuana y de las latas vacías ya descritas, no encontré la inmundicia que leía yo en medios de comunicación sobre el lugar. Es verdad que no pasé a la cocina ni a los baños, pero en la misma UNAM hay espacios que resultan más sucios que lo que observé en el Che Guevara -y ni hablar de los baños-. Inclusive el olor y las latas de cerveza son más visibles en los pasillos exteriores no ocupados por ningún colectivo, que en el propio Auditorio.
Mi paso por el interior del Che Guevara fue muy breve, sin embargo, me resultó muy esclarecedor. Nunca antes había pisado un espacio estigmatizado que ahora sé que puede ser solicitado por quien quiera hacer un buen uso de él, como seguramente hicieron los chicos de quienes observé su espectáculo de tipo clown. Nadie me impidió el acceso, e inclusive nadie me impidió las fotos.
Es increíble el desconocimiento que muchos como yo, de la comunidad universitaria, tenemos de un sitio como el Che Guevara. En mi caso podría argumentar que es por el poco tiempo semanal que paso en la Facultad, así como por la brevedad de mis trayectos. Sin embargo, en realidad, yo diría que es también producto de mi falta de interés. Nunca se me habría ocurrido entrar al Auditorio, hasta que un amigo que vino del extranjero me lo preguntó. ¿La experiencia? Muy reveladora.
El futuro del Auditorio Che Guevara es incierto. Lo que es cierto es su presente: un espacio liberado que ofrece actividades diversas para la comunidad de la que no se han distanciado.
Asfaltos. Sobrevivo en una ciudad junto a millones de personas. ¿Mexiqueño? Me enamoro rápido y olvido difícilmente. Amo la música, el cine, los cómics, las mujeres y -últimamente gracias a los servicios de streaming– las series también. Vivo la vida a través de letras y melodías. Músico frustrado. Me pueden encontrar escuchando U2, Radiohead y Coldplay; así como Grand Funk Railroad, Styx y Eric Burdon; Chetes, Jumbo y Siddhartha; y hasta Jesse & Joy, Silverio y Aleks Syntek. Batman y Star Wars mis pasiones; también el Cruz Azul, pero ya saben… subcampeonísimo. Sobreviviente y náufrago; ermitaño que odia la soledad.
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