Por Alberto Ruiz Méndez.
En el segundo capítulo de «Chernobyl», la serie que HBO estrenó luego de jugar al trono por siete temporadas, Borís Shcherbina (Stellan Skarsgård), enviado por el gobierno soviético para “limpiar” el desastre nuclear ocurrido por la explosión del reactor nuclear 4 en la planta Vladímir Ilich Lenin, intenta obtener respuestas claras y eficientes sobre cómo terminar con el peligro pero Valeri Legásov (Jared Harris), el físico nuclear que lo acompaña, le responde contundente: esto es algo que nunca había pasado en la historia. Para entender las consecuencias de un evento así quizá basta con leer algunos libros, ver documentales o hacer una rápida búsqueda en internet y uno podrá dimensionar el tamaño del horror que fue (y sigue siendo) la explosión del reactor nuclear. Pero para volver esta tragedia una ficción que perturba, incomoda y molesta hace falta hacer de lo invisible el mayor horror en la historia de la humanidad y «Chernobyl» lo logra.
Para esto la serie echa mano de una amplia gama de recursos narrativos y visuales que le dan un tono y un color diferente a cada capítulo de la serie; su mayor logro es precisamente la diversidad de géneros cinematográficos que se cruzan no sólo de un capítulo a otro sino dentro de cada uno. Por momentos recurrirá a los convencionalismos de películas de desastres naturales o nucleares («Volcano», 1997; «El pico de Dante», 1997; «El núcleo», 2003; «El día después de mañana», 2004), pero también retomará lo mejor de aquellas películas que parten del día después del desastre («28 días depués», 2002; «Niños del hombre», 2006; «Contagio», 2011; «Guerra Mundial Z», 2013) y sin olvidarse del thriller político («Todos los hombres del presidente», 1976; «JFK», 1991; «La vida de los otros», 2006) como hilo conductor de una historia que durante sus cinco episodios mantendrá el mismo nivel de suspenso, terror, intriga, indignación y, aunque suene extraño, emoción.
Sobre los convencionalismos la serie juega con el típico científico que sabe qué va a pasar y cómo pero que nadie le hace caso, en esta ocasión ese personaje es Ulana Khomyuk (Emily Watson) quien será la encargada de descubrir cómo es que llegó a explotar el reactor nuclear, pero este convencionalismo sirve como perfecto contrapunto para el comentario político de la serie porque, en el clásico convencionalismo –si se me permite la expresión– el científico está rodeado de personas que creen poder resolver todo por la acción o la fuerza pero en el caso de «Chernobyl», Ulana es una heroína solitaria rodeada de un gobierno ignorante e incompetente que no hace más que justificar la actitud prepotente e irritante del personaje de Emily Watson. La desesperanzada lucha de Legásov y Khomyuk por hacer valer su opinión experta en beneficio de toda Europa se enfrenta además a la arrogancia de los líderes del partido quienes, desde las más altas esferas hasta los mandos más insignificantes, sólo buscarán mantener el espejismo del orden y la contención de la catástrofe a costa de la verdad. Y es aquí donde el thriller político muestra sus mejores cartas porque se permite apuntar, desde la perspectiva de las personas que murieron al arriesgarse tratando de ayudar a contener la tragedia, lo anquilosado y oxidado de un gobierno guiado por ilusiones personales o ideológicas. Mineros, bomberos, soldados, voluntarios todos ellos son el vehículo por el cual se critica un discurso político que sólo quiere mantener la ilusión del poder. Pero dicha crítica no se queda sólo en una diatriba contra los gobiernos autoritarios, nos permite reflexionar sobre toda forma de gobierno que hace de la mentira –o la posverdad, como diríamos ahora– la regla de oro para conservar la ilusión del poder. “¿Cuál es el costo de las mentiras?”, se pregunta constantemente Legásov, entre otras cosas la serie nos permitirá responder: la muerte de aquellos que sí les importa vivir.
En relación a la narrativa de los hechos después del desastre, la serie logra momentos increíbles con los recursos visuales más sencillos y el más mínimo detalle es aprovechado para darnos la sensación de que nada ni nadie se podrá salvar: el sabor a metal que mencionan los personajes después de la explosión, las personas admirando los colores y el polvo que provienen de la planta desde un puente vehícular –“es hermoso”, dice uno de ellos–, un pájaro que cae muerto en el mismo lugar en el que un instante antes unos niños jugaban, las máquinas cubriendo con concreto lo mismo ataúdes que animales muertos, el sonido del dosímetro, un pedazo de grafito en la mano de un bombero, una llave de agua que gotea en el pasillo de un hospital… no hay forma de escapar a una amenaza que es invisible. Vale la pena detenerse, dentro de la narrativa de los hechos después del desastre, en la historia paralela de Lyudmilla Ignatenko (Jessie Buckley) y su esposo. Podría verse como la más convencional historia lacrimógena que intenta ponerle rostro humano al desastre, pero es todo lo contrario. Si bien es cierto que los elementos que rodean su historia la hacen muy conmovedora, al mismo tiempo es un recurso narrativo para hacernos sentir de primera mano el horror de la amenaza invisible: el abrazo cuando se reencuentran después de la explosión, los cuidados que ella le da a las quemaduras que él padece producto de su exposición a la radiación, los breves momentos de calma que pueden tener dentro del hospital, el que se tomen de la mano, la ilusión de una esperanza en el futuro… la serie aprovecha esta historia para decirnos que los que quedan se aferran a algo que ya no existe tal y como lo conocieron antes de la explosión, que los intentos por detener el desastre en realidad son una necedad porque el mundo en el que vivían las miles de personas afectadas por la explosión ha desaparecido. Por más que se quieran aferrar a sus seres queridos, a los animales que les dan de comer, a sus animales de compañía, al lugar que habitaban, al patio donde jugaban, ya nada de eso existe realmente, la amenaza invisible de la radiación nuclear ha destrozado todos los elementos de ese mundo sin que las personas que lo habitaban se dieran cuenta y ahí está el verdadero terror de la serie: en lo invisible; pero también de la tragedia histórica porque, ante la pregunta expresa de Gorbachov sobre cuándo terminará todo esto, Legásov responde contundente: no mientras vivamos.
«Chernobyl» no habrá tenido el impacto que tuvo «Game of Thrones», la referencia es inevitable pues ambas son producciones originales de HBO y la segunda se estrenó enseguida del polémico final de aquel hito televisivo; pero yo esperaría que el tiempo haga justicia con los cinco capítulos de «Chernobyl» sobre todas las temporadas de «Game of Thrones», porque al menos en «Chernobyl» ya sabíamos desde el primer capítulo que nada iba a terminar bien.
CineAutopsias. Alberto Ruiz ha vivido en su cabeza desde que descubrió que la vida imita al arte. Ahí dentro estudió filosofía (hasta llegar a ser Doctor por la UNAM), da clases en la Facultad de Filosofía y Letras y en la Universidad Anáhuac, se pasa el día viendo todo tipo de películas y pensando en ellas interminablemente, convive con cuatro perros y cuatro humanos que dicen ser su familia, hace un podcast de cine llamado CineAutopsias y, aunque a veces lo niegue, le preocupa el rumbo que está tomando la humanidad. Fuera de su cabeza es un tipo como cualquier otro, si lo ves en la calle seguro pensarás que está loco.
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